jueves, 23 de agosto de 2018

Cartilha anos 80 de Maduro


Cartilha anos 80 de Maduro
O petro não é uma criptomoeda, mas um ativo digital atrelado a outro físico, no caso, os barris de petróleo
Monica De Bolle, O Estado de S.Paulo
22 Agosto 2018 | 04h00

Vou revelar minha idade: tenho lembranças vívidas da turbulência brasileira dos anos 80, dos planos fracassados, dos zeros cortados, dos preços congelados e posteriormente descontrolados, e das desvalorizações sucessivas. A cartilha seguida pelo Brasil, pela Argentina, pelo Uruguai, entre outros, para lidar com as hiperinflações que os assolavam era sempre mais ou menos a mesma – engendrava-se uma maxidesvalorização da moeda, obliterava-se punhado de zeros, geralmente três para facilitar, e atrelava-se novamente o valor da moeda local ao dólar. Desde 1938, o Brasil teve nove moedas até chegar ao real. Várias dessas “reformas monetárias” envolveram cortes de zeros, e a maioria ocorreu durante planos de estabilização econômica que tinham como um de seus principais objetivos reduzir a inflação.

É claro que, no contexto latino americano dos anos 80, diferentes governos tentaram implantar outras reformas, junto com a cartilha monetária, para controlar a inflação. Quase todos lançaram mão de congelamentos de preços, alguns tentaram emplacar ajustes fiscais, vários recorreram ao FMI.

Contudo, sabemos como a história terminou, sobretudo no Brasil e na Argentina: fracassos recorrentes, hiperinflações renitentes, e crises externas em série. A Argentina conseguiu eliminar a hiperinflação no início dos anos 90 com plano que, década mais tarde e após várias intempéries e má gestão econômica, acabou resultando na pior crise de sua história.

Já o Brasil finalmente desmontou o processo hiperinflacionário com o Plano Real e com as reformas que o acompanharam. Apesar de termos tido desajustes econômicos desde então, jamais retornamos aos níveis estratosféricos de alta de preços que nos assombraram por mais de duas décadas até 1995. Evidentemente, é importante entender porque a hiperinflação jamais voltou. Para isso, é importante compreender o que é uma hiperinflação.

Mais do que a alta galopante e desordenada de preços, a hiperinflação é espelho da falência institucional generalizada de um país. Trata-se não apenas de políticas econômicas malfeitas, mas de bancos centrais destruídos, ministérios da fazenda cupinizados pela interferência política e governos incapazes ou refratários a introduzir reformas que reconstruam o que foi severamente danificado.

Voltando à Venezuela, estima o FMI que o país terá inflação de 1.000.000% esse ano – ou, um milhão por cento de aumento generalizado dos preços. Para contextualizar – se é que alguém consegue vislumbrar o que é uma inflação dessa magnitude – em novembro de 2008 a inflação anualizada do Zimbábue alcançou 79.600.000.000%. Ou seja, a Venezuela ainda pode superar o Zimbábue, e, a julgar pelas medidas anunciadas por Maduro, não é improvável que o faça.
Tal qual fizeram os governos latino-americanos dos anos 80, o plano econômico recém-anunciado de Maduro envolve corte de cinco zeros dos preços cotados em bolívares e uma maxidesvalorização de 95% da moeda. A maxidesvalorização da moeda é necessária para enfrentar a dramática restrição de dólares que aflige o país, sobretudo diante da brusca queda da produção de petróleo, única porta de entrada para a moeda norte-americana, observada nos últimos 12 trimestres consecutivos.

O terceiro pilar do plano de Maduro é o que mais diverge da cartilha anos 80 e o que aponta o fracasso inevitável: disse o líder venezuelano que a moeda estará a partir de agora atrelada ao petro, a invencionice de alguns meses atrás. O petro é um ativo virtual cujo valor depende do petróleo que a Venezuela extrai em cada vez menor quantidade. Ao contrário do que diz o governo, o petro não é uma criptomoeda, mas um ativo digital atrelado a outro físico, no caso, os barris de petróleo. A ironia é que o petro foi introduzido justamente para atenuar a falta de credibilidade do bolívar, ao qual agora está amarrado. Sem falar que a credibilidade do petro sempre dependeu da credibilidade do governo Maduro, isto é, inexiste.

O restante do plano de Maduro prevê aumento de 3.000% do salário mínimo e cortes nos subsídios de combustíveis. Ou seja, o novo bolívar, denominado de “bolívar soberano” introduzido em 21 de agosto de 2018, tem tudo para ser um retumbante fracasso. O custo incalculável para o povo venezuelano é crime econômico que deveria ser denunciado por todos os governos da região, e por qualquer um que se pretenda presidente do Brasil.

ECONOMISTA, PESQUISADORA DO PETERSON INSTITUTE FOR INTERNATIONAL ECONOMICS E PROFESSORA DA SAIS/JOHNS HOPKINS UNIVERSITY

martes, 27 de junio de 2017

Sobre la Derecha, por Karl Krispin

Soy de derecha y liberal. Cuando el régimen descalifica a la oposición acusándola de derecha, nadie reacciona. Y no existe porque no hay aludidos. El espacio ideológico de la derecha es el liberalismo: libertad política y económica. La extrema derecha es otra cosa: fascismo o militarismo. El Estado no debería orientar su política económica sino hacia la competencia, el desmontaje del proteccionismo y la lucha contra los monopolios. No existe mejor fundamento que el del capitalismo porque implica la más profunda defensa de la libertad en todos sus sentidos. Capitalismo salvaje existió en la Inglaterra del siglo XVIII y el XIX. Luego los gobiernos conservadores europeos, como los de Disraeli y Bismarck, encontraron que la protección social era un modo de contener la expansión del socialismo. Nunca he creído en las fantasías de la izquierda marxista porque niega lo más preciado de la modernidad: la libertad. Contrariamente a los pontífices de la igualdad, la desigualdad forma parte de la naturaleza humana desde la distinción de nuestras huellas digitales hasta nuestro pensamiento. Lo que sí es irrenunciable es la igualdad ante la ley y disponer de las mismas oportunidades para la realización plena de la personalidad individual en sociedad.

Para el liberalismo las funciones del Estado son la seguridad, la educación, la salud. Si usted sufre un ACV en el Reino Unido o se le encaja una uña, el Estado vela por su salud de forma gratuita. Si eso mismo sucede en Estados Unidos, usted entrará en cualquier clínica porque tiene la obligación de atenderlo, pero prepárese para la factura. Son dos concepciones de la salud pública. En lo que no concuerdo con los estatistas, que son todos los políticos venezolanos, es que el Estado deba ser empresario. Creo con convicción en la privatización de todas las empresas estatales y que el Estado se dedique a la recaudación de impuestos para su redistribución en seguridad, educación y salud. ¿Y dónde queda la responsabilidad social? Una obligación del Estado y una elección para los privados.
Nadie defiende el liberalismo debido a nuestra tradición histórica. De la Corona española, un Estado fuerte, interventor y repartidor, pasamos a la república que repitió el modelo económicamente hablando. Desde López Contreras hasta Maduro se ha creído en un papel preponderante del Estado. El proyecto político republicano, independientemente de sus colores, ha visto en el Estado la forma de materializar su dogma económico. Hemos tenido excepciones: el entrañable modelo liberal de Páez y sus godos entre 1830 y 1847 y la segunda presidencia del también entrañable Carlos Andrés Pérez. Pregunten a cualquiera de nuestros políticos si cree en la privatización de Pdvsa. Todos tienen la respuesta preparada.

lunes, 27 de marzo de 2017

Carniceros, pena de muerte y escasez, por Angel Alayón

Prodavinci.com
Angel Alayón: cuando un producto desaparece del anaquel, su precio es infinito.

“Un cínico es un hombre que conoce el precio de todo y el valor de nada”
Oscar Wilde

En los tiempos en que Sócrates deambulaba por las plazas de Atenas haciendo preguntas a sus conciudadanos, la alimentación de los griegos dependía de las importaciones de trigo. Cambios bruscos en las condiciones climáticas disparaban los precios del cereal hasta el Olimpo y en las calles de Atenas se escuchaban las quejas, cada vez más ruidosas, sobre lo costosa que se ponía la vida. Ante el fenómeno inflacionario de los alimentos en Atenas —y las demandas del pueblo—, las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto: el gobierno ateniense estableció el primer control de precios conocido en Occidente. Ningún comerciante podía vender el trigo a un precio superior al fijado por las autoridades. Aquella noche, luego de emitir el decreto, los gobernantes durmieron tranquilos convencidos de que habían solucionado el problema del precio de los alimentos.

No fue difícil para los griegos, observadores por naturaleza, notar que los comerciantes continuaron vendiendo el trigo a un precio superior al establecido por las autoridades. El escándalo fue mayúsculo, así que el gobierno no toleró la “burla” de los comerciantes y decidió profundizar la política: se conformó un ejército de inspectores de cereales (llamados Sitophylakes), quienes tenían como objetivo vigilar el estricto cumplimiento del control en los mercados atenienses. De acuerdo con Aristóteles, la función de los inspectores de precios era “observar que el precio al que se venden los cereales es justo, que los molinos vendan las harinas a un precio proporcional al costo de los cereales, que los panaderos vendan el pan en proporción al precio del trigo, que el pan tenga el peso fijado por la regulación”.

Una vez creada la institución precursora de los organismos de protección al consumidor, se esperaba que el control de precios funcionara. Pero la realidad se contrapuso a las ilusiones de los reguladores. Atenas se debatía ante un dilema: enfrentar una escasez de cereales o permitir precios mayores que los regulados. En esa encrucijada, la ciudad-estado decidió endurecer su política en contra de los especuladores e instauró la pena de muerte para los comerciantes que violaran el control de precios: vender a un precio mayor al regulado se pagaba con sangre en las calles de Atenas.

A pesar de las muertes “ejemplarizantes”, el dilema continuó intacto: o había escasez o los productos se vendían a un precio mayor. Pronto las autoridades griegas pensaron que el incumplimiento del control era causado por la ineficiencia y la corrupción de los inspectores y, en consecuencia, procedieron a establecer la pena de muerte para los empleados públicos encargados de la supervisión de la política. En caso de que se encontraran violaciones al control de precios en la jurisdicción que les correspondía supervisar, ya no sólo sería ejecutado el comerciante sino también el inspector encargado de vigilar el cumplimiento del control.
Varios historiadores narran cómo el control de precios ateniense fracasó, aún cuando el solo intento costó la vida de muchas personas. Los griegos tuvieron que reconocer que una cosa es el precio del producto que aparece impreso en una resolución y otra su valor, determinado por la oferta y la demanda.

Mugabe no aprendió de los griegos

Imagine una economía en la que los precios se duplican diariamente. A ese endemoniado ritmo —endemoniado porque sólo el demonio podría crear algo así; el demonio de la mala política económica— llegó a crecer la inflación en Zimbabwe. La cifra oficial durante el 2008 alcanzó la ilegible cifra de doscientos treinta y un millón por ciento anual (231.000.000.000%). El dinero no valía nada y los ciudadanos de Zimbabwe sobrevivían en medio de uno de los fenomenos económico más temidos: la hiperinflación. Pero regresemos la película de Zimbabwe ocho años y vayamos hasta el 2000.
Desde principios del 2000, Zimbabwe sufría las consecuencias de la desinversión que implicó la confiscación de las tierras de los hacendados blancos y de una política monetaria expansiva financiada por el Banco Central. Los precios comenzaron a subir, al principio con cierta timidez, alcanzando para el año 2000 un 54%. Cinco años después, los precios crecían a un 585,4%  anual y ya para el 2006 los precios rompieron la barrera de los mil (1.281%).

Robert Mugabe, como los antiguos griegos, se enfrentó a un dilema y —sin aprender de aquella experiencia— decidió perseguir a los comerciantes culpándolos del proceso inflacionario. En diciembre de 2006, Burombo Mudumo y Lemmy Chikomo, de Lobels Bakery, fueron sentenciados a cuatro meses de prisión por vender el pan por encima de los precios regulados. El magistrado que dictó sentencia dijo, con una impecable lógica ateniense, que “el encarcelamiento debería servir de advertencia a otros potenciales violadores de la Ley”. Los panaderos, ahora presos, argumentaron en su defensa que habían enviado cartas a los ministerios encargados de la regulación de precios advirtiéndoles que si vendían a los precios establecidos —precios que no habían sido modificados durante un largo tiempo— se verían obligados a parar la producción. Nunca recibieron respuesta y, ante el dilema, decidieron producir y vender. No creían que serían castigados con la pérdida de su libertad, pero entre rejas se vieron.

Los precios aceleraron su ascenso, así que Mugabe decidió tomar cartas en el asunto y decidió prohibir la inflación. Sí, leyó bien: prohibir la inflación, ilegalizarla. Emitió un decreto que obligaba a disminuir de forma inmediata en un cincuenta por ciento (50%) todos los precios de la economía y, luego de esa extraordinaria reducción de precios, nadie podría subirlos nuevamente.

La política de Mugabe tuvo consecuencias inmediatas: en solo un fin de semana los consumidores agotaron todas las existencias de alimentos y electrodomésticos. En la mañana del lunes los comercios amanecieron vacíos y unos cuantos comerciantes despertaron tras las rejas por presunta especulación y acaparamiento. A partir de ese momento era prácticamente imposible conseguir carne, sal, azúcar, pan, leche o aceite. Los economistas desistieron de la idea de medir la inflación por una razón: los precios eran irrelevantes pues no había productos.

La situación en Zimbabwe ha mejorado desde el 2009. Mugabe aceptó el uso de moneda extranjera como medio de pago y comenzó un proceso de liberación de los precios. Incluso ha dado señales de permitir el retorno de los antiguos hacendados a sus tierras. Zimbabwe es un país que continúa errando en un complicado laberinto político y económico, pero, paradójicamente, ahora lo transita tomado de la mano del Fondo Monetario Internacional, su antiguo enemigo.

El mercado indómito y la escasez en el siglo XXI

El incremento sostenido de precios nunca ha sido popular. La tentación de controlar los precios siempre está presente en las economías inflacionarias. Sin embargo, el fracaso de los controles de precios se ha repetido a lo largo de la historia. Si productores y comerciantes no pueden recuperar sus costos y tener una legítima expectativa de ganancias que permita compensar los riesgos del emprendimiento y la reinversión en la ampliación de la capacidad de producción, la oferta de los productos disminuirá y terminarán encareciéndose en perjuicio de los consumidores.

Si la inflación es impopular, la escasez puede serlo aún más. En condiciones de escasez, los productos no se consiguen en las cantidades deseadas y la mayoría de las veces se debe recorrer varios sitios antes de conseguir el producto… si se consigue. Las ventas se racionan y sólo puede comprarse una determinada cantidad de productos. Bajo escasez, los productos se encarecen incluso a un nivel superior al precio que hubiera sido necesario para evitar la escasez. Paradójicamente, una política que tiene como intención evitar que los precios se incrementen termina aumentándolos aún más.

Carne y cordura

La cronológicamente lejana historia de los griegos (y la cercana de Zimbabwe) debe recordarnos que perseguir a los productores y los comerciantes nunca ha solucionado el problema de incrementos de precios sostenidos. La inflación es como la fiebre: un síntoma, no una causa. No se debe curar la fiebre: debe curarse la infección que ocasiona la fiebre. Si el precio al que se vende la carne y otros productos no permite recuperar los costos, no hace falta ostentar la sabiduría de Sócrates para saber que, como en un acto de magia que nadie quiere ver, los productos irán desapareciendo de los anaqueles.
Y cuando un producto desaparece del anaquel, su precio es infinito.

martes, 9 de agosto de 2016

A través del espejo venezolano



A través del espejo venezolano

Ricardo Hausmann
02/08/2016

CAMBRIDGE – Cuando sabemos que a algún amigo le ha sucedido una catástrofe, sentimos empatía y un poco de vértigo al mismo tiempo. Nos preguntamos si nos podría pasar lo mismo: ¿Es la catástrofe producto de alguna característica peculiar del amigo que por fortuna no compartimos? O ¿somos igualmente vulnerables? De serlo, ¿podemos evitar una suerte similar?

La misma lógica se aplica a los países. El fin de semana del 16 y 17 de julio, a los venezolanos se les brindó la oportunidad de cruzar la frontera con Colombia por hasta 12 horas. Fue un evento que hizo recordar la caída del Muro de Berlín. Más de 135.000 personas aprovecharon ese respiro para ir a Colombia a comprar productos de primera necesidad. Viajaron cientos de kilómetros y convirtieron su dinero por apenas el 1% de las divisas que habrían recibido si se les hubiera permitido cambiar a la tasa oficial que se aplica a los alimentos y medicinas. Pero de todos modos encontraron que valía la pena, en vista del hambre, la escasez y la desesperación que reinan en su nación.

La prensa internacional ha informado sobre el colapso de la economía, como también del sistema de salud, la seguridad personal, el orden constitucional y los derechos humanos en Venezuela. Todo esto está pasando en el país que tiene las reservas de petróleo más grandes del mundo, apenas dos años después de que terminara el auge del precio del crudo más prolongado de la historia. ¿Por qué? ¿Podría suceder en otro lugar?

Los detalles particulares de cada situación siempre son, precisamente, particulares y por eso no viajan bien. Pero ello nos puede proporcionar un falso sentido de seguridad; si se la examina de manera adecuada, la experiencia venezolana proporciona lecciones importantes para otros países.

La crisis de Venezuela no es resultado de la mala suerte. Por el contrario, la buena suerte proveyó la cuerda con la que el país terminó ahorcándose. La crisis es la consecuencia inevitable de las políticas gubernamentales.

En el caso venezolano, estas políticas han incluido expropiaciones, controles de precios y de cambio, exceso de endeudamiento en épocas de vacas gordas, reglamentación antiempresarial, cierres de fronteras, y más. Consideremos, por ejemplo, este pequeño absurdo: en varias ocasiones, el presidente Nicolás Maduro ha negado la autorización para que se impriman billetes de denominación más alta. En la actualidad, el valor del billete más alto es menos de US$0,10. Esto causa estragos en el sistema de pagos y, además, en el funcionamiento de los bancos y de los cajeros automáticos, lo que es una fuente de constantes molestias para la ciudadanía.

Por lo tanto, la pregunta relevante es: ¿por qué un gobierno habría de adoptar políticas perjudiciales y por qué una sociedad habría de aceptarlas? El caos en el que ha caído Venezuela puede parecer imposible de creer. Pero, de hecho, es producto de creencias.

El que una política parezca disparatada o sensata depende del paradigma conceptual, o sistema de creencias, que usamos para interpretar la naturaleza del mundo que habitamos. Algo que puede considerarse disparatado bajo un paradigma, puede ser del más puro sentido común en otro.

Por ejemplo, entre febrero de 1692 y mayo de 1693, el normalmente sensato pueblo de Massachusetts acusó a mujeres de practicar brujería y las condenó a la horca. Si uno no cree en la brujería, esta conducta parece incomprensible. Pero si uno cree que el demonio existe y que se posesiona de almas de mujeres, entonces ahorcarlas, quemarlas o lapidarlas, parece ser una política pública razonable.

El paradigma del chavismo venezolano achacó la inflación y la recesión a una conducta empresarial traidora, que debía ser controlada mediante una mayor reglamentación, más expropiaciones y el encarcelamiento de un mayor número de gerentes. La destrucción de personas y organizaciones se percibía como un paso en la dirección correcta. El país iba a sanar deshaciéndose de esas brujas.

Los paradigmas conceptuales que tienen las sociedades para comprender la naturaleza del mundo que habitan no pueden estar anclados solamente en hechos científicos, ya que, a lo más, la ciencia puede establecer la verdad de creencias individuales; no puede diseñar un sistema de creencias que lo incluya todo, ni tampoco asignar un valor moral a las consecuencias.

La política se trata de la representación y evolución de sistemas alternativos de creencias. Rafael Di Tella, de la Universidad de Harvard, ha demostrado que las creencias de los ciudadanos constituyen un determinante fundamental de las políticas públicas que se adoptan. En los países donde se considera que los pobres tienen mala suerte, se desea la redistribución de la riqueza, pero no es así donde se piensa que son flojos. Cuando la ciudadanía cree que las empresas son corruptas, quiere una mayor reglamentación; y, con suficiente reglamentación, las únicas empresas que tienen éxito son las corruptas. De modo que quizás sea posible que las creencias se autoperpetúen.

Consideremos a Donald Trump, quien ha sido nominado candidato a la presidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano. Según él y sus numerosos partidarios, los líderes de su país son unos alfeñiques explotados por astutos poderes extranjeros que se hacen pasar por aliados. El libre comercio es un invento de los mexicanos para arrebatar puestos de trabajo a Estados Unidos. El calentamiento global es un embuste de los chinos para destruir la industria estadounidense.

De esto se desprende que Estados Unidos debería dejar de desempeñar un papel de liderazgo en la creación de un orden global funcional basado en reglas y valores universales, y en su lugar debería emplear su poder para obligar a otros a someterse. Bajo el paradigma actual, como lo sostiene Joseph Nye de la Universidad de Harvard, esto implicaría la destrucción unilateral de la fuente más importante del poder “inteligente” de Estados Unidos. Sin embargo, de acuerdo a la visión del mundo que posee Donald Trump, ello significaría un paso adelante.

Gran parte de esto puede que se aplique al voto del Reino Unido a favor de abandonar la Unión Europea. ¿Estaban realmente las reglas de la UE y los inmigrantes frenando el progreso de la nación, lo que implica que el Brexit abrirá el paso a una mayor prosperidad? O ¿es la desaceleración económica que se ha producido desde el referendo un indicio del gran valor de la integración y del libre movimiento de los europeos para la vitalidad del propio Reino Unido?

El peligro que Venezuela pone de manifiesto —y que posiblemente también lo haga Gran Bretaña dentro de poco— es el daño que un sistema disfuncional de creencias puede ocasionar al bienestar de una nación. Si bien lo más probable es que el credo chavista que destruyó a Venezuela termine por colapsar bajo el peso de su propio catastrófico fracaso, la lección que deja es que adoptar un sistema de creencias potencialmente disfuncional acarrea un costo extremadamente alto. En lo que se refiere a cambios a gran escala en los paradigmas de creencias, Venezuela muestra lo prohibitivo que pueden llegar a ser esos experimentos.

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Este texto fue publicado en inglés por Project-sindicate y traducido al castellano para Prodavinci por Ana María Velasco.