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Angel Alayón: cuando un producto desaparece del anaquel, su precio es infinito.
“Un cínico es un hombre que conoce el precio de todo y el valor de nada”
Oscar Wilde
Oscar Wilde
En los tiempos en que Sócrates
deambulaba por las plazas de Atenas haciendo preguntas a sus
conciudadanos, la alimentación de los griegos dependía de las
importaciones de trigo. Cambios bruscos en las condiciones climáticas
disparaban los precios del cereal hasta el Olimpo y en las calles de
Atenas se escuchaban las quejas, cada vez más ruidosas, sobre lo costosa
que se ponía la vida. Ante el fenómeno inflacionario de los alimentos
en Atenas —y las demandas del pueblo—, las autoridades decidieron tomar cartas en el asunto:
el gobierno ateniense estableció el primer control de precios conocido
en Occidente. Ningún comerciante podía vender el trigo a un precio
superior al fijado por las autoridades. Aquella noche, luego de emitir
el decreto, los gobernantes durmieron tranquilos convencidos de que
habían solucionado el problema del precio de los alimentos.
No fue difícil para los griegos,
observadores por naturaleza, notar que los comerciantes continuaron
vendiendo el trigo a un precio superior al establecido por las
autoridades. El escándalo fue mayúsculo, así que el gobierno no toleró
la “burla” de los comerciantes y decidió profundizar la política: se
conformó un ejército de inspectores de cereales (llamados Sitophylakes),
quienes tenían como objetivo vigilar el estricto cumplimiento del
control en los mercados atenienses. De acuerdo con Aristóteles, la
función de los inspectores de precios era “observar que el precio al que
se venden los cereales es justo, que los molinos vendan las harinas a
un precio proporcional al costo de los cereales, que los panaderos
vendan el pan en proporción al precio del trigo, que el pan tenga el
peso fijado por la regulación”.
Una vez creada la institución precursora
de los organismos de protección al consumidor, se esperaba que el
control de precios funcionara. Pero la realidad se contrapuso a las
ilusiones de los reguladores. Atenas se debatía ante un dilema:
enfrentar una escasez de cereales o permitir precios mayores que los
regulados. En esa encrucijada, la ciudad-estado decidió endurecer su
política en contra de los especuladores e instauró la pena de muerte
para los comerciantes que violaran el control de precios: vender a un
precio mayor al regulado se pagaba con sangre en las calles de Atenas.
A pesar de las muertes
“ejemplarizantes”, el dilema continuó intacto: o había escasez o los
productos se vendían a un precio mayor. Pronto las autoridades griegas
pensaron que el incumplimiento del control era causado por la
ineficiencia y la corrupción de los inspectores y, en consecuencia,
procedieron a establecer la pena de muerte para los empleados públicos
encargados de la supervisión de la política. En caso de que se
encontraran violaciones al control de precios en la jurisdicción que les
correspondía supervisar, ya no sólo sería ejecutado el comerciante sino
también el inspector encargado de vigilar el cumplimiento del control.
Varios historiadores narran cómo el
control de precios ateniense fracasó, aún cuando el solo intento costó
la vida de muchas personas. Los griegos tuvieron que reconocer que una
cosa es el precio del producto que aparece impreso en una resolución y
otra su valor, determinado por la oferta y la demanda.
Mugabe no aprendió de los griegos
Imagine una economía en la que los
precios se duplican diariamente. A ese endemoniado ritmo —endemoniado
porque sólo el demonio podría crear algo así; el demonio de la mala
política económica— llegó a crecer la inflación en Zimbabwe. La cifra
oficial durante el 2008 alcanzó la ilegible cifra de doscientos treinta y
un millón por ciento anual (231.000.000.000%). El dinero no valía nada y
los ciudadanos de Zimbabwe sobrevivían en medio de uno de los fenomenos
económico más temidos: la hiperinflación. Pero regresemos la película
de Zimbabwe ocho años y vayamos hasta el 2000.
Desde principios del 2000, Zimbabwe
sufría las consecuencias de la desinversión que implicó la confiscación
de las tierras de los hacendados blancos y de una política monetaria
expansiva financiada por el Banco Central. Los precios comenzaron a
subir, al principio con cierta timidez, alcanzando para el año 2000 un
54%. Cinco años después, los precios crecían a un 585,4% anual y ya
para el 2006 los precios rompieron la barrera de los mil (1.281%).
Robert Mugabe, como los antiguos
griegos, se enfrentó a un dilema y —sin aprender de aquella experiencia—
decidió perseguir a los comerciantes culpándolos del proceso
inflacionario. En diciembre de 2006, Burombo Mudumo y Lemmy Chikomo, de
Lobels Bakery, fueron sentenciados a cuatro meses de prisión por vender
el pan por encima de los precios regulados. El magistrado que dictó
sentencia dijo, con una impecable lógica ateniense, que “el
encarcelamiento debería servir de advertencia a otros potenciales
violadores de la Ley”. Los panaderos, ahora presos, argumentaron en su
defensa que habían enviado cartas a los ministerios encargados de la
regulación de precios advirtiéndoles que si vendían a los precios
establecidos —precios que no habían sido modificados durante un largo
tiempo— se verían obligados a parar la producción. Nunca recibieron
respuesta y, ante el dilema, decidieron producir y vender. No creían que
serían castigados con la pérdida de su libertad, pero entre rejas se
vieron.
Los precios aceleraron su ascenso, así que Mugabe decidió tomar cartas en el asunto
y decidió prohibir la inflación. Sí, leyó bien: prohibir la inflación,
ilegalizarla. Emitió un decreto que obligaba a disminuir de forma
inmediata en un cincuenta por ciento (50%) todos los precios de la
economía y, luego de esa extraordinaria reducción de precios, nadie
podría subirlos nuevamente.
La política de Mugabe tuvo consecuencias
inmediatas: en solo un fin de semana los consumidores agotaron todas
las existencias de alimentos y electrodomésticos. En la mañana del lunes
los comercios amanecieron vacíos y unos cuantos comerciantes
despertaron tras las rejas por presunta especulación y acaparamiento. A
partir de ese momento era prácticamente imposible conseguir carne, sal,
azúcar, pan, leche o aceite. Los economistas desistieron de la idea de
medir la inflación por una razón: los precios eran irrelevantes pues no
había productos.
La situación en Zimbabwe ha mejorado
desde el 2009. Mugabe aceptó el uso de moneda extranjera como medio de
pago y comenzó un proceso de liberación de los precios. Incluso ha dado
señales de permitir el retorno de los antiguos hacendados a sus tierras.
Zimbabwe es un país que continúa errando en un complicado laberinto
político y económico, pero, paradójicamente, ahora lo transita tomado de
la mano del Fondo Monetario Internacional, su antiguo enemigo.
El mercado indómito y la escasez en el siglo XXI
El incremento sostenido de precios nunca
ha sido popular. La tentación de controlar los precios siempre está
presente en las economías inflacionarias. Sin embargo, el fracaso de los
controles de precios se ha repetido a lo largo de la historia. Si
productores y comerciantes no pueden recuperar sus costos y tener una
legítima expectativa de ganancias que permita compensar los riesgos del
emprendimiento y la reinversión en la ampliación de la capacidad de
producción, la oferta de los productos disminuirá y terminarán
encareciéndose en perjuicio de los consumidores.
Si la inflación es impopular, la escasez
puede serlo aún más. En condiciones de escasez, los productos no se
consiguen en las cantidades deseadas y la mayoría de las veces se debe
recorrer varios sitios antes de conseguir el producto… si se consigue.
Las ventas se racionan y sólo puede comprarse una determinada cantidad
de productos. Bajo escasez, los productos se encarecen incluso a un
nivel superior al precio que hubiera sido necesario para evitar la
escasez. Paradójicamente, una política que tiene como intención evitar
que los precios se incrementen termina aumentándolos aún más.
Carne y cordura
La cronológicamente lejana historia de
los griegos (y la cercana de Zimbabwe) debe recordarnos que perseguir a
los productores y los comerciantes nunca ha solucionado el problema de
incrementos de precios sostenidos. La inflación es como la fiebre: un
síntoma, no una causa. No se debe curar la fiebre: debe curarse la
infección que ocasiona la fiebre. Si el precio al que se vende la carne y
otros productos no permite recuperar los costos, no hace falta ostentar
la sabiduría de Sócrates para saber que, como en un acto de magia que
nadie quiere ver, los productos irán desapareciendo de los anaqueles.
Y cuando un producto desaparece del anaquel, su precio es infinito.