El país de la alegría
FRANCISCO JAVIER PÉREZ
11 DE MAYO 2015 - 12:01 AM
El Nacional
Insistiendo en la consigna sobre una filosofía
de la alegría que colma nuestras conductas ante la adversidad, que recalca
frente a la formas toda forma de informalismos y que agota la posibilidad de
entendernos agotados ante el peso de nuestras culpas privadas, ciudadanas,
locales y nacionales, la naturaleza venezolana transcurre rechazando todo aquel
desarrollo que parezca “aguar la fiesta” y desterrando toda aproximación que
nos pretenda desviar de la anotación (y de la nota) sobre nuestra permanente proposición
de gaya subsistencia.
Caracterizada, así, por observadores foráneos y
por evaluadores comprometidos como un país alegre y despreocupado, la
comprensión de Venezuela oculta muchos descalabros tras la perturbadora farsa
tantas veces publicitada y malhadadamente repetida: somos un país alegre.
Cautiverio de una mentira que se renueva para colmarse con la gestión nacional,
local, ciudadana y personal alcanzada gracias a este supuesto don celestial de
la estirpe; camino único y correcto para la superación de todos los reveses y
de todas las enlodaduras de la vida venezolana.
Ya al inaugurarse nuestro nada alegre siglo XIX
(premonición de las tristezas por llegar), Rafael María Baralt consignaba, en
ese prodigio escriturario que es su Resumen de la historia de Venezuela (1841),
la cruenta realidad de nuestra historia y de nuestro carácter nacional.
Teniendo ante su mirada los tiempos coloniales que acaban de culminar y los
primeros momentos de la república recién libertada que apenas comienzan, Baralt
va a sucumbir a la lectura de lo patético, de lo infeliz y de lo agónico.
Arrollado por el fardo espiritual de una cronología que nos había ya destinado
anales de tortura, sangre y muerte, Baralt va a imprecar el treno desgarrador
de la tristeza venezolana.
Escalofriantemente, además, va a sentenciar la
historia del país como cronología signada por el dolor, la elegía y la
desesperanza. Baralt va a alcanzar en esta formulación (y no me gustaría que
volviéramos a desautorizarla sobre la base de los lugares comunes de una
crítica que deshace todo, invocando siempre que se trata de modos deterministas
de argumentación), el mejor retrato del país de la alegría (con elipsis del
adjetivo tropical y todo). Prestemos la mayor atención a estas palabras que
caracterizan al país alegre, en donde, dramáticamente, todo vino a significar
nada:
“Al contrario, en la zona tórrida, donde
destituido el hombre de necesidades y cuidados, vive feliz en suaves climas al
abrigo de una tierra feraz que le ofrece cosechas tempranas y abundantes.
Bastan cortos terrenos para la subsistencia de un gran número de familias, y
escasa industria al cultivo de plantas generosas, que crecen y prosperan sin el
trabajo del hombre: virgen allí la naturaleza, no necesita de los auxilios de
la ciencia para dar al cultivador frutos óptimos, y a la sombra del plátano
pasa el hombre la vida dormitando, como el salvaje del Orinoco al dulce
murmurio de sus palmas. Esta es la causa de que en América provincias muy
pobladas parecían casi desiertas; las habitaciones yacían desparramadas por los
bosques; cerca de las ciudades estaba la tierra cubierta de selvas, y las
plantas espontáneas predominaban por
doquiera sobre las cultivadas. Tales circunstancias, así modificaban la
apariencia física del país, como el carácter de las gentes, dando a uno y otro
particular fisonomía. El suelo agreste e inculto se ostentaba en toda la pompa
y majestad del tiempo primitivo; aquí se veía el bosque no talado, allí la
selva umbría, las llanuras inmensas, la sierra, el valle, con todos sus
primores: naturaleza colosal en sus formas, sublime en su abandono, digna de
razas más felices. Estas cultivaban una porción pequeñísima del campo, a la
falda de las cordilleras; cada familia proletaria o un grupo reducido de ellas,
separada de las otras por distancias considerables que hacían mayores los
pésimos caminos y la falta de puentes. Así una población, de suyo limitada,
vivía sin comunicación, y como si dijéramos perdida, en un país vastísimo; y la
civilización era nula, porque ésta no adelanta sino a proporción que el suelo y
los hombres se equilibran, y que las relaciones entre ellos se multiplican y
estrechan. Rudos e ignorantes debían ser y lo eran; también agrestes, como el
país en que vivían. La soledad, la benignidad del clima, y la carencia de
necesidades, desarrollaron en ellos varios sentimientos principales que pueden
considerarse como base de su carácter: desapego a toda especie de sujeción y de
trabajo. Indiferencia por la cosa pública, el amor genial del hombre salvaje por
la independencia, y una dulzura de carácter que provenía a un tiempo de
indolencia, falta de energía y bondad de corazón” (Capítulo XXII: “Carácter
nacional”).
Más tarde el panorama se oscurecería con tintes
profundos. Lisandro Alvarado desarrollaría una potente teoría sobre los delitos
políticos en nuestra historia y Julio César Salas ordenaría los esquemas
mentales para entender la barbarie de la república. Como enfermedad la rotulará
César Zumeta, por primera vez en nuestro léxico agónico. El resultado de estas
señales tendría un devenir hosco y lúgubre en la realidad del país y en los
principios de una filosofía del autoritarismo que desarrollaría Laureano
Vallenilla Lanz. Surcando aguas mansas y turbulentas, la literatura sobre el
país falsario se haría fuerte en Mariano Picón-Salas y Mario Briceño-Iragorry,
promotores elegíacos del mejor pasado frente al cruento acontecer del peor
presente (el país hereje les hace soñar con la alegría de la tierra). Las
últimas vivencias de las formulaciones baraltianas llegarían con pensadores
como Augusto Mijares y Arturo Uslar Pietri, señas de amor al país auspiciadas
por la mayor de las desesperanzas (el primero clama por una Venezuela
afirmativa de imposible reedición y el segundo por el utópico axioma tópico de que
las virtudes aparecerán durante el tiempo difícil). Y, quizá, como punto
teórico final, la artillería cierta pero sesgada de Orlando Araujo y su
evaluación de la violencia nacional más contemporánea. Miguel Ángel Campos
ilumina la incertidumbre con una gravitación que va desde el desagravio y la fe
hasta la maldad y la traición. Las cifras de la criminalidad de hoy se asientan
sobre el asombro y el miedo y su incomprensión no produce aún una reflexión
perdurable o del rango de las anteriores.
La crudeza de estas verdades (metáforas detrás
de una lectura de la referencia) que desde lo más profundo de nuestra historia
espiritual nos vienen, ha querido revertirse en la fragua de una imagen de
pueblo desprevenido, locuaz, bullicioso, desfachatado, irreflexivo e
igualitarista que se desdice, desde las plataformas masivas de una sociedad
llana y allanada, de todo tipo de actitud rigurosa, seria, respetuosa y aguda
ante la vida con sello venezolano y su desarrollo.
La Venezuela festiva teme el silencio. Quizá, sea
éste el indicador más penetrante para revelar la situación de un país que no es
capaz de asumir su pasado y su destino como ha sido y como será, sino que opta
por la ficción de desprevención y de alegría como olvido de la agónica verdad
de su madera societaria y cultural. Como si temiera oír en el silencio las
duras verdades sobre su existencia, el venezolano corriente y general habla
duro, busca la fiesta bulliciosa y genera ruido en grandes y altas
proporciones. El ciudadano común se siente con el derecho de imponer a los
demás su barullo y su algarabía (al que cree música muchas veces), su fiesta y
su hablar resonador con el más abierto irrespeto por la necesidad y privacidad
del silencio de los otros (a los que considera entes sociales de rareza enorme
o criaturas inexistentes de su paupérrimo imaginario social: los otros no
existen o no me importan). Las formas lingüísticas del desorden han ocupado la
atención a muchos y muy buenos estudiosos del habla nacional (Pedro Grases y
Marco Antonio Martínez, entre otros maestros). Más que simples palabras, estas
voces nos están pautando nuestros apegos a todos los rostros del desequilibrio
y a todos los paisajes de la inestabilidad. Derrochador en extremo, el
venezolano lo hace generosamente con sus altas dosis de escándalo, alboroto y
estridencia. Histérica manifestación de histeria, una patología de la masa que
se desdibuja, uniforma y anula en el vocerío de personalidad indistinguible.
La Venezuela festiva teme el rigor. El ruido en
que ha convertido su vida no hace sino impedirle la fragua de la mesura y, más
aún, hacerle comprender que la medida de lo que hacemos se calibra por la
medida con que hacemos las cosas. Así, no quiere enfrentarse a lo ordenado,
organizado, disciplinado y riguroso y, como salvación, prefiere convivir con lo
inarticulado, desdibujado, impreciso, inconstante y caótico. La cosmografía
espiritual de esta nueva estirpe venezolana viene ofrecida por el sintagma del
más o menos, una entidad de catalogación y de escrutinio de la vida en donde
nada es rotundamente lo que es, sino que todo viene a ser amablemente ni una
cosa ni la otra, plenamente. La más perdurable teoría venezolana del
conocimiento es el bochinche, un desconcierto que planea sobre nuestra
existencia como una lápida de maldiciones desde los primeros y verdaderos
tiempos patrióticos. Nos molesta, en suma, todo lo que refiera el orden de las
cosas, pues lo entendemos como una falta a la flexibilidad sobre la que hemos
edificado nuestra pequeña imagen del universo. Además, estamos convencidos de
la inoperancia de lo riguroso como forma de actuación y de comportamiento, pues
creemos que nuestra amplitud más entendida nos reporta mejores beneficios: todo
es posible y todo se puede de la mano abierta con la que medimos –más o menos–
el tamaño del mundo (la medición venezolana está coloquializada en la
aproximativa “cuarta” que supone la diversa palma de medida de cualquier mano,
que poco importa sea más grande o más pequeña).
La Venezuela triste gesta el humor. Negro o
baladí, nuestros grandes o pequeños trabajadores del humor nos asientan cómo el
país de la alegría sucumbe a los encantos de esta forma cruenta de pensamiento,
sublimada por desapercibidos o planos intérpretes de nuestras realidades y de
nuestros ánimos. Enconadas o torpes, las notas con que el humor despliega su
manto de respiraciones cuando el oxígeno escasea van a hacernos creer
nuevamente en nuestra alegría calcada y apariencial (mientras tanto, nuestras
procesiones recorren por dentro la médula sensible de lo que somos). Ganados
por la diversión que pobremente creemos esconde el humor, no percibimos la
hermenéutica fantasmal que conduce cada una de las muecas fantasmagóricas del
humor. La carcajada facilonga que algunos despliegan ante él no es sino
evidencia ininteligente e incomprensión del carácter especular del humor, del
carácter evaluador del humorismo y del carácter perturbador de los humoristas
(tan temidos estos últimos por el poder). En este sentido, el espejo no deja
dudas sobre la verdad de estos principios y sobre la desgarrada mirada que las
tres entidades anteriores ofrecen como inconexas ecuaciones que hacen imposible
comprender la existencia de humoristas
que no perturben, de humorismo que no evalúe y de humor que no especule
(siempre en la acepción del reflejo). La dura y agria respuesta del espectador
ante el humor va a pautarlo como entidad intelectiva y como género rey en
nuestras aulas de pensamiento; únicas vías para entender la inconsistencia del
país de la alegría y la crudeza que termina gestando la auténtica tristeza de
su constitución. Amante del amor, el humor viene a ser la última y desesperada
posibilidad para recordarnos cuánto amamos lo que amamos y cómo odiamos todo
acto que desperdicie el mayor de los sentimientos humanos. Aquí, y para no
invitar a ninguno de los representantes del humorismo contemporáneo venezolano,
será Aquiles Nazoa, el humorista físico y espiritual, el que surque el camino
más profundo para hacernos filosóficamente con la clave de la ecuación
humor/amor (los más bellos textos de la poesía clásica castellana van a
vincular siempre el amor, como sabia espiritual, con el humor, como sabia
corporal, haciendo desdichado el uno por las desdichas del otro).
En suma, el humor será la evidencia de nuestro
amor y el amor la persistencia de nuestro humor. El humor en el país de la
alegría resulta, pues, el mayor de los contrasentidos. País falaz e
inexistente, el gran humorismo venezolano nos está hablando, más bien, del
verdadero país doliente, funesto y trágico que hemos querido ocultar bajo
imagen simplista y mentirosa, malsanamente bonachona y ligera, en vez de querer
reconocernos en la amorosa imagen que de nosotros ha desplegado el humor de
nuestros humoristas más amorosos: dulce dolor para dulcificar los dolores. Sólo
de la mano del humor conoceremos el amor que sabe sólo de tristezas y de
agonías, esas mismas que han hecho nuestra biografía de país. Llamar a la
tristeza verdadera en el país de la alegría falaz, no será sino necesario
recurso para alcanzar la alegría cierta en un país que asumirá sus humanas
cuotas de tristeza, soledad, rigor y silencio.