¿Es posible
la democracia en Venezuela? //
Ana T. Torres en “La juventud y la política en
el siglo XXI”
Discurso de
Ana Teresa Torres durante el IV Foro Venezuela: La juventud y la política en el
siglo XXI. El poder y la democracia en Venezuela. Identidad, participación y
gobernabilidad, organizado por la Asociación de egresados de la UCV, UCAB,
UNIMET, USB, y MA. UCV, 29 de noviembre 2014.
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La
democracia es un bien escaso que podemos lograr pero también perder, y su
construcción y mantenimiento son tareas permanentes para cualquier sociedad.
Según algunos pensadores de indudable legitimidad, el pueblo venezolano tiene
una indomable vocación democrática, de modo tal que los momentos
antidemocráticos que puedan eventualmente presentarse en algún tramo de su historia son pasajeros.
Ciertamente, todo momento histórico es por definición pasajero, pero no es esa
una respuesta suficientemente tranquilizadora. No comparto el dicho según el
cual “el ADN venezolano es democrático”. No hay nada en los venezolanos que
asegure su destino democrático, como tampoco hay nada que asegure lo contrario.
En Venezuela durante cuatro décadas tuvimos un Estado liberal que puso en
práctica una democracia populista, muy efectiva en los primeros veinte años
(1958-1978) y progresivamente deteriorada en los segundos veinte años
(1978-1998). El momento inaugural puede localizarse el 18 de octubre de 1945;
su momento emblemático el 23 de enero de 1958; su decadencia en la década de
los años ochenta, con varias fechas significativas: 1983 –año de de la
devaluación de la moneda–; 1989 –año en que se produjeron los sucesos conocidos
como el Caracazo; 1992 –año en que
tuvieron lugar dos golpes de Estado conducidos por el Movimiento Bolivariano
Revolucionario 200; y su caída en 1998 –año en el que uno de los comandantes
golpistas obtuvo el triunfo electoral en las elecciones presidenciales con una
amplia mayoría.
El derrumbe
del mito democrático consolidó una matriz de opinión (que persiste hoy) según
la cual Venezuela quedó literalmente destruida durante el período de la
democracia representativa; opinión, creencia o sentimiento que se transformará
en idea fuerza en el discurso de la Revolución Bolivariana. La negación de todo
lo construido a partir de 1958 se insertó en el pensamiento de los venezolanos
como una idea irrefutable; a mi juicio no suficientemente contestada por los
factores opositores que, por temor a la matriz antipartidos, han mostrado una
conducta tímida, y hasta cierto punto avergonzada, en la defensa de los
innegables logros del período, y de la democracia como sistema.
Después de
15 años de destrucción sistemática de las instituciones y la cultura
democrática nos encontramos hoy, a fines de 2014, en un momento signado por una
disyuntiva: la posibilidad, por el momento incierta, de reconstruir el régimen
democrático, o al menos de refaccionar el actual para que alcance de nuevo la
calificación de democracia, y al mismo tiempo de perderlo por un tiempo
indefinido. Tenemos, a mi juicio, factores a favor y en contra, desde el punto
de vista de nuestras matrices culturales, percepciones, autopercepciones,
creencias, mitos y valoraciones. Entremos, pues, en las representaciones del
imaginario venezolano, que no son en sí
mismas ideas políticas pero tienen como consecuencia efectos políticos. Pero
antes de establecer los obstáculos y las ventajas socioculturales para la
democracia, quisiera de antemano proponer que Venezuela no reúne los requisitos
mínimos para una democracia plenamente liberal, según el modelo de los países
europeos y norteamericanos, ni tampoco los reunía en 1958, de modo que el
sistema que funcionó fue el de la democracia populista dentro de un Estado
liberal. Para el funcionamiento pleno de una democracia liberal se requiere de
un Estado cuyas instituciones públicas sean más fuertes y respetadas por toda
la sociedad que las tendencias personalistas que inevitablemente surgen en los
individuos. Veremos a continuación que esa premisa no se cumple. Y desde el
lado de los ciudadanos se requiere, precisamente, la mentalidad de ciudadano,
la mentalidad del “pagador de impuestos” (Tax payer), consciente de que es su
trabajo y el producto de su trabajo lo que sustenta al Estado y a la sociedad,
y que por lo tanto su opinión y su conducta deciden en lo macro y en lo micro.
Esto supone una sociedad civil organizada y fuerte. Mi opinión es que esta
mentalidad no puede instalarse en los países petroleros (ninguno de los cuales
es democrático, a excepción de Noruega que tiene su propia historia democrática
anterior a la explotación petrolera) porque en ellos se conforma una mentalidad
de recibidor de dádivas provenientes de la renta petrolera, y lejos de pensar
que es la ciudadanía quien sustenta al Estado y a la sociedad, supone lo
contrario, ya que esa es la verdad económica, por lo menos por ahora; qué
ocurriría en una Venezuela pospetrolera, cuyos vientos comienzan a soplar, es
tema para los economistas. Hecha esta salvedad, que por supuesto es solo una
opinión, no tengo ninguna duda en afirmar que el establecimiento de una
democracia populista es considerablemente mejor que la permanencia de un
régimen populista radical dentro de un Estado antiliberal como el actual, cuya
definición más precisa dejo a los politólogos.
Comenzaré
por un listado de obstáculos socioculturales a la identidad democrática.
Imaginario
democrático. Entiendo por ello no solamente el cumplimiento de algunos ritos y
formas democráticas, como el ejercicio del voto o la existencia nominal de los
poderes públicos, sino el reconocimiento de los valores esenciales del sistema,
tales como la separación de poderes, el respeto por las leyes y la
Constitución, los derechos de las minorías políticas, la alternabilidad de gobierno, el
sometimiento del poder militar al civil, la credibilidad en los organismos del
Estado como representantes y custodios de los derechos y deberes de todos los
ciudadanos, y en general la aceptación de una cultura ciudadana. Esos valores
esenciales han sido sistemáticamente irrespetados por los actores de la llamada
Revolución Bolivariana y ese irrespeto no es solamente una conducta de quienes
detentan el poder sino un estilo de vida que ha ido permeando a toda la
sociedad.
Encontramos
una profunda erosión ética que no solamente incluye los modos arbitrarios y
despóticos de los gobernantes sino que perfila el comportamiento de las mismas
bases sociales. Una sociedad del “todo vale”, y al mismo tiempo, del “nada
vale” que nos condena a una estrategia del “resuelve”. Una sociedad en la que
la vida humana ha perdido significación y nos hace a todos potenciales enemigos
de los otros; en la que la palabra, hablada, escrita o sancionada por las leyes
no tiene mayor capacidad para orientar ni a los gobernantes ni a los
gobernados, de modo que nos convierte a todos en sospechosos sin credibilidad
alguna; un poder político que se administra de acuerdo a las necesidades de
seguir manteniéndose en acto, a costa de cualquier cosa y con absoluto
desprecio por sus limitaciones constitucionales; una división social que se
propone para expatriar a los que entran bajo la consigna de “enemigos de la
patria y de la revolución”, a quienes por consiguiente se les niega existencia
política legítima, de lo que se deriva una noción de pueblo confinada a los
seguidores del gobierno; pero también un desprecio y desconocimiento hacia
quienes lo apoyan por parte de quienes lo adversan; una organización
económica progresivamente inclinada a
fortalecer la creencia de que el Estado es el único mantenedor de los
desfavorecidos, al mismo tiempo que la productividad privada no es considerada
como el ejercicio de un derecho y una necesidad social sino una práctica
moralmente indigna y explotadora; unos modos de administrar el poder que se
sustentan en el eje directo gobierno-pueblo sin que las mediaciones
institucionales tengan alguna relevancia; a lo que pudiéramos añadir no
solamente una violencia ingobernable sino la ocurrencia de acontecimientos
extravagantes que hablan de dislocaciones de la cordura: desde la instalación
de discotecas en las cárceles hasta la tortura de animales en los zoológicos.
Todo, en fin, parece decir que no sufrimos solamente el despropósito de los
gobernantes, sino que algo también se ha ido descomponiendo en la sociedad,
algo que no se subsana con un simple cambio de gobierno, aunque, por supuesto
esa sería la petición de principio.
Por si
fuera poco en los últimos años el imaginario social ha venido a solaparse con
el orden religioso, o al menos con signos externos de la religiosidad que se
han hecho constantes en todo discurso político, sea cual sea su signo. El uso
de símbolos religiosos se ha hecho frecuente en las declaraciones de los
políticos y opinadores, y forma parte del habla cotidiana en frases como “los
tiempos de Dios son perfectos”. Esto sugiere un abandono de la política como el
espacio de negociación de las necesidades humanas en busca de lo sobrenatural
como el espacio de la salvación. Una sociedad
invadida por una desesperación colectiva en la que lo mismo se pide una
vivienda, una sanación, un lugar en alguna de las misiones que una televisión
digital. Y se le pide a Cristo, a María Lionza, al alcalde, al espíritu de
Chávez, al cuñado que milita en el PSUV o a la amiga que es vocera de una
comuna. Un discurso que ha dejado de ser un cuerpo de ideas políticas para
convertirse en un sistema de demandas naturales y sobrenaturales.
Así como en
las democracias los militares pertenecen a los cuarteles, también los dioses
deben volver a los templos, al ejercicio privado de las creencias. De lo
contrario terminaremos pensando que el gobernante es un enviado de Dios, y que
los gobernados recibiremos bendiciones o maldiciones por nuestra conducta
política. Vivimos en una mezcla de milenarismo con socialismo, militarismo,
bolivarianismo y religiosidad que hace cuando menos escarpado el camino a la restitución
del imaginario democrático.
Valoración
del pacto social. Silverio González Téllez, en La ciudad venezolana. Una
interpretación de su espacio y sentido en la convivencia nacional (Caracas:
Fundación para la Cultura Urbana, 2005: 141146) afirma que en Venezuela el
comportamiento doméstico predomina sobre el comportamiento social, y la ética
de esa socialización está determinada por una cultura matrisocial. González
retoma las tesis de Samuel Hurtado y de Alejandro Moreno, así como la noción de
“crisis de pueblo” de Briceño Iragorry para centrarlas en “las fijaciones
primitivas de la matrisocialidad”, que privilegian los vínculos afectivos y
privados del grupo tribal sobre los impersonales, indispensables para
establecer normas de convivencia y criterios universales. De allí se genera una
inconsistencia en la observancia de las leyes “que son para los otros, no para
los míos”. De acuerdo con estas hipótesis, el sujeto desconfía de los otros, de
la ley y del Estado, y solo respeta las leyes tribales. Esta posición no sé si
es antidemocrática pero con seguridad no es democrática. Es la negación del
contrato social.
Valoración
de la ciudadanía. Para nadie será un descubrimiento que en los últimos años la
palabra ciudadano ha sufrido una sensible disminución (si no la eliminación) en
los discursos públicos, y ha sido sustituida por la palabra “pueblo”. Esto no
es irrelevante. El pueblo es un concepto inclusivo pero amorfo, anónimo,
masificante. Todos y nadie lo conforman. Ciudadano es un concepto singular,
particulariza al sujeto, lo individualiza. Ahora bien, ¿en qué consiste serlo?
O mejor dicho, ¿qué condiciones lo caracterizan?
No
pretendemos una definición política del término, sino un acercamiento a la
cultura que se desprende del mismo. ¿Quiénes son los ciudadanos? En principio
los constructores de la sociedad; los que viviendo en ella contribuyen a su
permanencia y crecimiento a través de la producción social: de trabajo, de
educación, de valores, de proyectos, de sentidos colectivos; y en tanto tales
tienen derechos y deberes con respecto al Estado y con respecto a los otros.
Ser conciudadanos no significa que pensamos lo mismo o que queremos lo mismo;
no se trata de la pertenencia a un proyecto totalitario. Significa que, aun a
pesar de nuestras diferencias, e incluso gracias a ellas, somos partícipes de
una empresa que nos interesa a todos. Significa que somos individuos
particulares sometidos a normas colectivas que hemos aceptado, es decir, que
nos regimos por leyes para asegurar la convivencia pacífica, y que cuando se
transgreden esas leyes, la misma sociedad, a través del Estado, tiene la
obligación de restituir la justicia y el bien común; desde imponer una multa
por estacionar mal el automóvil, hasta la privación de libertad en castigo por
un crimen. La debilidad de la cultura ciudadana, en mi opinión, está
determinada por el predominio de la cultura heroica en el imaginario social;
predominio que ha sido exaltado en estos años pero cuyo origen es histórico.
Cultura de
héroes. Ciudadano y héroe son conceptos muy distantes. Muchos pensadores han
insistido en esto, citaré a Axel Capriles (La picardía del venezolano o el
triunfo de Tío Conejo. Caracas: Taurus, 2008: 36) porque me parece resume muy
bien el tema: “en la psicología del héroe no hay espacio para los quehaceres de
la paz. Desconoce el mérito del trabajo y el valor de los imperceptibles logros
ordinarios. Desprecia el empeño metódico y constante”. Esas y otras
valoraciones son la desafortunada consecuencia de haber impuesto al héroe
guerrero como modelo de identificaciones para los venezolanos, y de haber
instalado la guerra de Independencia como única proeza de la
venezolanidad. De estos paradigmas
derivan los códigos heroicos degradados que inundan el imaginario venezolano, y
que resumo a continuación.
El culto
revolucionario tiene sus raíces en el seguimiento arbitrario del ejemplo
bolivariano entendido como la pasión por arrasar con el pasado, y el permanente
deseo de empezar todo desde los cimientos. La confusión de los tiempos y los
propósitos de la gesta independentista con los contemporáneos desemboca en una
perenne exaltación de la ruptura, que desacredita lo existente en pos de
ideales utópicos, sin otra justificación que la búsqueda irresponsable de la
renovación permanente. Tiene esto mucho que ver con la dificultad para
perseverar y concluir, así como para aceptar la modestia de las tareas
posibles, aunque no sean grandiosas ni utópicas.
Esta
fascinación por la “revolución” no es patrimonio de la política, ni tampoco una
novedad introducida por la Revolución Bolivariana. Dice Gisela Kozak en El país
que siempre nace (Caracas: Alfa, 2008: 916) que “el pensamiento, la literatura
y el arte en Venezuela… para nuestro infortunio, se han prestado en demasiadas
ocasiones para justificar la rebelión, el espíritu contrario a la
institucionalidad, la violencia, el caudillismo o el rigor dictatorial como
destino inevitable”. Sobre las razones que explican por qué los venezolanos
cultivan una actitud de escepticismo y de negación ante los logros acumulados,
apunta lo que denomina una “vena nihilista”. La visión negadora de la
experiencia democrática es, en su criterio, uno de los mejores ejemplos de este
caso. El nihilismo expresado en la imposibilidad de construir y
creer ha sido una fuerza permanente en contra de la generación de
valores comunes y la confianza de la sociedad en sus propias potencialidades.
Por el contrario, el imaginario venezolano concede su fe y su confianza a los
“hombres providenciales” que vendrán a salvar a la patria, y no a la ética de
la propia sociedad, como es el sustento del vivir democrático.
El impulso
a la libertad, presente en todas las sociedades, adquiere en Venezuela la
cualidad del anarquismo, la voluntad de no estar sometido a nada ni a nadie.
Estrechamente vinculado con lo anterior aparece el autoritarismo. Una condición
esencial de la democracia es no solamente la igualdad ante la ley sino el
consenso de que la ley es para todos. Entre los códigos que venimos señalando
hay un eje común: la relación conflictiva con la ley. O se la ejerce en forma
autoritaria y personalista; o se la rompe invocando un acto “revolucionario”; o
se la burla anárquicamente; o se presume de una igualdad arbitraria para no
respetarla; o, finalmente, se niega la validez de cualquier ley porque todas
son injustas.
Veamos para
finalizar algunas tendencias que favorecen la identidad democrática y las
perspectivas de cambio.
La
aspiración libertaria. Aunque parezca contradictorio con lo que expuse
anteriormente, y la libertad sea frecuentemente confundida con anarquía o
autoritarismo (“yo hago lo que quiero y no tengo que someterme a nadie”), la
aspiración de libertad ha sido una idea fuerza en el imaginario venezolano
desde tiempos históricos, y ha estado presente en los momentos más
significativos: la independencia, la sustitución de la monarquía por la
república, las contiendas de las guerras federales, y la lucha contra las
dictaduras del siglo XX.
Si bien la
libertad no es la única base de un sistema democrático, es sin duda uno de sus
componentes esenciales, y la aspiración de vivir en libertad persiste en la
sociedad venezolana.
La
preservación del espacio privado frente a la invasión ideológica de corte
totalitario. La negativa a pensar o sentir como el discurso del poder dice que
debemos pensar o sentir. En la defensa de la penetración ideológica de la
educación, desde la primaria hasta la universitaria, puede observarse esta
preservación del ámbito privado.
La
tendencia igualitarista. Aunque el igualitarismo no es igual a la igualdad, o a
la equidad, conduce a una resistencia contra el autoritarismo y la consagración
de privilegios, y es una tendencia favorable al pensamiento democrático.
La
aspiración a la modernidad. Por la experiencia histórica de un país que vivió
un proceso acelerado de urbanización y adquisición de bienes de consumo, la
relación con la economía de mercado no ha desaparecido de la mentalidad
venezolana en estos años de discurso socialista. De alguna manera los “dakazos”
a los que ha recurrido el gobierno indican que esta aspiración al consumo y al
bienestar tiene una fuerza importante en todos los estratos de la sociedad
venezolana, que se opone a la aceptación de la escasez y penuria que mostraron
otras sociedades en los regímenes socialistas.
La reserva
histórica. Necesitamos construir un relato alternativo que haga honor a las
virtudes democráticas y pacíficas de la venezolanidad, para lo cual el primer
ejercicio es recurrir a nuestra historia cambiando el acento de los guerreros
hacia los ciudadanos. Venezuela no es solamente una patria de guerreros, ni su
mayor gloria haber ganado una guerra que sucedió hace doscientos años, y que
por lo tanto está muy lejana de nuestros problemas actuales. Venezuela es
también la patria de los que, después de la guerra, tuvieron que dedicarse a la
ardua tarea de reconstruir la economía que había quedado destruida, y dejado al
país en la mayor pobreza. En esa tarea participaron todos los sobrevivientes.
Es también la patria de los que durante el resto del siglo XIX se plantearon
las tareas de la educación y el pensamiento en medio de una gran penuria. De
los que después, a comienzos del siglo XX fueron los pioneros de la mayor
industria, el petróleo, y con el paso del tiempo lograron la construcción de
Pdvsa, que fue una alta industria petrolera, con la tecnología avanzada
equivalente a la de las naciones más poderosas. La patria en la que se crearon
grandes universidades, de las que salieron todo tipo de profesionales, y ha
dado grandes figuras de nuestra medicina, educación, ingeniería, ciencias. La
patria de millones de ciudadanos que salen de sus casas muy temprano a
trabajar, y desde el oficio más modesto contribuyen a la construcción de la
vida social. La cultura venezolana tiene una amplia variedad de nombres que
ofrecer como ejemplos, como modelos de ese venezolano de trabajo, de
solidaridad, de empeño, que queda opacado si se le compara con las figuras de
los libertadores. Esa sería la vía para construir una memoria civil; ante cada
nombre de guerrero, el nombre de un científico, un artista, un profesional, un
artesano. Nuestros niños saben los nombres de las batallas, pero deberían saber
también cómo en el pasado llegaron a Venezuela las grandes innovaciones que
mejoran la vida: el telégrafo, la electricidad, el teléfono, la radio, la televisión,
las vacunas, las autopistas, las represas, los pozos petroleros, los
hospitales, las escuelas, los museos, las bibliotecas, internet. Deberían
conocer la riqueza de nuestra gastronomía,
la historia empresarial, la calificación de los operarios. Los nombres
de nuestros artistas, nuestros
escritores, de los pensadores y políticos, que adelantaron políticas
internacionales democráticas en un continente plagado de dictaduras. En fin,
toda la construcción social que damos por sentada, como si no hubiesen sido
ciudadanos venezolanos los que trabajaron, y trabajan, para que exista. En ella
hay una reserva de valores suficiente para edificar el valor de la
venezolanidad democrática.