jueves, 4 de diciembre de 2014

La clase intelectual

ANTONIO LÓPEZ ORTEGA
La clase intelectual
4 DE DICIEMBRE 2014

Muy en el fondo de sus cavilaciones, la clase intelectual venezolana siempre se ha sentido lejos del país. Puede pensarlo, soñarlo, añorarlo, criticarlo, pero el crío siempre termina caminando hacia otro lado, buscando un horizonte agreste con gesto inconsciente. Digamos que esa correa de transmisión nunca ha funcionado: las ideas que se producen de un lado no llegan a la masa, y la masa inmadura tampoco busca guía o señales. Hay quien ha visto en ese hecho inconmovible el gran fracaso de nuestra educación, más que palpable en estos últimos años: ni el maestro goza de entusiasmo para departir conocimientos ni el joven alumno asimila nada distinto a imágenes dispares. Esa capacidad de sembrar valores en los jóvenes espíritus nunca ha sido tarea fácil, pero desde la Antigüedad griega los maestros eran verdaderas columnas de la sociedad, pues mientras transmitían las grandes verdades culturales también enseñaban a pensar. Hoy en día, sin embargo, en nuestro descoyuntado país, cualquier iniciativa instruccional se topa de inmediato con la ignorancia crasa. En términos generales, el pasado es una noción inexistente y el presente una especie de combustión instantánea.

Muchos de nuestros problemas, de nuestras taras, de nuestras inconsistencias, han sido develados durante muchos años por nuestra clase intelectual. Ahí están el retrato ominoso de Guzmán hecho por Ramón Díaz Sánchez, o la Comprensión de Venezuela de Mariano Picón Salas, o el Mensaje sin destino de Briceño Iragorry o los diarios carcelarios de Blanco Fombona. Nuestros grandes cuentistas se han encargado de desmenuzar nuestra realidad física y emotiva, hasta llegar a niveles insospechados. Y no se hable de nuestra gran poesía, capaz de atravesar la materia para dar cuenta de nuestra cosmovisión y afanes. Ese tesoro está allí, a la mano, pero nadie lo consulta, ni tampoco el gesto docente lo trae al salón de clases. Si así lo hiciéramos, veríamos que nuestra tragedia actual –minada por el caudillismo, el personalismo, el militarismo, el despotismo y la corrupción– se asemeja a retratos de época. Para un lector atento o instruido, los desmanes de hoy pueden ser los de ayer, calcados al pie de la letra en muchos casos. Ya hemos tenido grandes frescos literarios que nos han hablado del poder omnímodo y su rastro de sangre. De manera que esta película que nos quiere mostrar hombres nuevos y socialismos del siglo XXI, en verdad nos habla de hombres viejos, muy viejos, y de taras que se repiten. Vivimos en el reino de la regresión creyendo que conquistamos el futuro.


Los libros de nuestros intelectuales son señas de identidad indelebles o rastros que brillan en el vacío. Sus vidas se abocaron a construir sentido, significación, entendimiento y razón de ser, en la mayoría de los casos mucho más allá de nuestra clase política, por lo general inconsistente. Cualquier página de este legado coral, cualquier frase, le tapa la boca a las estupideces que a diario pronuncian nuestros llamados representantes, artífices del rebuzne. Esas páginas son nuestro consuelo, pero también nuestra tabla de salvación. Mirar hacia el futuro es reencontrarlas, pues no hay mapa mayor del país integral que ese legajo infinito de hojas macerado a través eza se entregaron a los otrosnf f ermedad, la c mapa mayo del paupideces que a adiario oos al pie de la letra en muchos casos de los siglos por venezolanos honorables. Vidas que desde el exilio, la enfermedad, la cárcel o la pobreza se entregaron a los otros. Vidas ejemplares sin saber que lo eran.

martes, 2 de diciembre de 2014

¿Es posible la democracia en Venezuela?

¿Es posible la democracia en Venezuela? // 
Ana T. Torres en “La juventud y la política en el siglo XXI”

Discurso de Ana Teresa Torres durante el IV Foro Venezuela: La juventud y la política en el siglo XXI. El poder y la democracia en Venezuela. Identidad, participación y gobernabilidad, organizado por la Asociación de egresados de la UCV, UCAB, UNIMET, USB, y MA. UCV, 29 de noviembre 2014.

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La democracia es un bien escaso que podemos lograr pero también perder, y su construcción y mantenimiento son tareas permanentes para cualquier sociedad. Según algunos pensadores de indudable legitimidad, el pueblo venezolano tiene una indomable vocación democrática, de modo tal que los momentos antidemocráticos que puedan eventualmente presentarse en algún  tramo de su historia son pasajeros. Ciertamente, todo momento histórico es por definición pasajero, pero no es esa una respuesta suficientemente tranquilizadora. No comparto el dicho según el cual “el ADN venezolano es democrático”. No hay nada en los venezolanos que asegure su destino democrático, como tampoco hay nada que asegure lo contrario. En Venezuela durante cuatro décadas tuvimos un Estado liberal que puso en práctica una democracia populista, muy efectiva en los primeros veinte años (1958-1978) y progresivamente deteriorada en los segundos veinte años (1978-1998). El momento inaugural puede localizarse el 18 de octubre de 1945; su momento emblemático el 23 de enero de 1958; su decadencia en la década de los años ochenta, con varias fechas significativas: 1983 –año de de la devaluación de la moneda–; 1989 –año en que se produjeron los sucesos conocidos como el Caracazo;  1992 –año en que tuvieron lugar dos golpes de Estado conducidos por el Movimiento Bolivariano Revolucionario 200; y su caída en 1998 –año en el que uno de los comandantes golpistas obtuvo el triunfo electoral en las elecciones presidenciales con una amplia mayoría.

El derrumbe del mito democrático consolidó una matriz de opinión (que persiste hoy) según la cual Venezuela quedó literalmente destruida durante el período de la democracia representativa; opinión, creencia o sentimiento que se transformará en idea fuerza en el discurso de la Revolución Bolivariana. La negación de todo lo construido a partir de 1958 se insertó en el pensamiento de los venezolanos como una idea irrefutable; a mi juicio no suficientemente contestada por los factores opositores que, por temor a la matriz antipartidos, han mostrado una conducta tímida, y hasta cierto punto avergonzada, en la defensa de los innegables logros del período, y de la democracia como sistema.

Después de 15 años de destrucción sistemática de las instituciones y la cultura democrática nos encontramos hoy, a fines de 2014, en un momento signado por una disyuntiva: la posibilidad, por el momento incierta, de reconstruir el régimen democrático, o al menos de refaccionar el actual para que alcance de nuevo la calificación de democracia, y al mismo tiempo de perderlo por un tiempo indefinido. Tenemos, a mi juicio, factores a favor y en contra, desde el punto de vista de nuestras matrices culturales, percepciones, autopercepciones, creencias, mitos y valoraciones. Entremos, pues, en las representaciones del imaginario  venezolano, que no son en sí mismas ideas políticas pero tienen como consecuencia efectos políticos. Pero antes de establecer los obstáculos y las ventajas socioculturales para la democracia, quisiera de antemano proponer que Venezuela no reúne los requisitos mínimos para una democracia plenamente liberal, según el modelo de los países europeos y norteamericanos, ni tampoco los reunía en 1958, de modo que el sistema que funcionó fue el de la democracia populista dentro de un Estado liberal. Para el funcionamiento pleno de una democracia liberal se requiere de un Estado cuyas instituciones públicas sean más fuertes y respetadas por toda la sociedad que las tendencias personalistas que inevitablemente surgen en los individuos. Veremos a continuación que esa premisa no se cumple. Y desde el lado de los ciudadanos se requiere, precisamente, la mentalidad de ciudadano, la mentalidad del “pagador de impuestos” (Tax payer), consciente de que es su trabajo y el producto de su trabajo lo que sustenta al Estado y a la sociedad, y que por lo tanto su opinión y su conducta deciden en lo macro y en lo micro. Esto supone una sociedad civil organizada y fuerte. Mi opinión es que esta mentalidad no puede instalarse en los países petroleros (ninguno de los cuales es democrático, a excepción de Noruega que tiene su propia historia democrática anterior a la explotación petrolera) porque en ellos se conforma una mentalidad de recibidor de dádivas provenientes de la renta petrolera, y lejos de pensar que es la ciudadanía quien sustenta al Estado y a la sociedad, supone lo contrario, ya que esa es la verdad económica, por lo menos por ahora; qué ocurriría en una Venezuela pospetrolera, cuyos vientos comienzan a soplar, es tema para los economistas. Hecha esta salvedad, que por supuesto es solo una opinión, no tengo ninguna duda en afirmar que el establecimiento de una democracia populista es considerablemente mejor que la permanencia de un régimen populista radical dentro de un Estado antiliberal como el actual, cuya definición más precisa dejo a los politólogos.

Comenzaré por un listado de obstáculos socioculturales a la identidad democrática.
Imaginario democrático. Entiendo por ello no solamente el cumplimiento de algunos ritos y formas democráticas, como el ejercicio del voto o la existencia nominal de los poderes públicos, sino el reconocimiento de los valores esenciales del sistema, tales como la separación de poderes, el respeto por las leyes y la Constitución, los derechos de las minorías políticas,  la alternabilidad de gobierno, el sometimiento del poder militar al civil, la credibilidad en los organismos del Estado como representantes y custodios de los derechos y deberes de todos los ciudadanos, y en general la aceptación de una cultura ciudadana. Esos valores esenciales han sido sistemáticamente irrespetados por los actores de la llamada Revolución Bolivariana y ese irrespeto no es solamente una conducta de quienes detentan el poder sino un estilo de vida que ha ido permeando a toda la sociedad.
Encontramos una profunda erosión ética que no solamente incluye los modos arbitrarios y despóticos de los gobernantes sino que perfila el comportamiento de las mismas bases sociales. Una sociedad del “todo vale”, y al mismo tiempo, del “nada vale” que nos condena a una estrategia del “resuelve”. Una sociedad en la que la vida humana ha perdido significación y nos hace a todos potenciales enemigos de los otros; en la que la palabra, hablada, escrita o sancionada por las leyes no tiene mayor capacidad para orientar ni a los gobernantes ni a los gobernados, de modo que nos convierte a todos en sospechosos sin credibilidad alguna; un poder político que se administra de acuerdo a las necesidades de seguir manteniéndose en acto, a costa de cualquier cosa y con absoluto desprecio por sus limitaciones constitucionales; una división social que se propone para expatriar a los que entran bajo la consigna de “enemigos de la patria y de la revolución”, a quienes por consiguiente se les niega existencia política legítima, de lo que se deriva una noción de pueblo confinada a los seguidores del gobierno; pero también un desprecio y desconocimiento hacia quienes lo apoyan por parte de quienes lo adversan; una organización económica  progresivamente inclinada a fortalecer la creencia de que el Estado es el único mantenedor de los desfavorecidos, al mismo tiempo que la productividad privada no es considerada como el ejercicio de un derecho y una necesidad social sino una práctica moralmente indigna y explotadora; unos modos de administrar el poder que se sustentan en el eje directo gobierno-pueblo sin que las mediaciones institucionales tengan alguna relevancia; a lo que pudiéramos añadir no solamente una violencia ingobernable sino la ocurrencia de acontecimientos extravagantes que hablan de dislocaciones de la cordura: desde la instalación de discotecas en las cárceles hasta la tortura de animales en los zoológicos. Todo, en fin, parece decir que no sufrimos solamente el despropósito de los gobernantes, sino que algo también se ha ido descomponiendo en la sociedad, algo que no se subsana con un simple cambio de gobierno, aunque, por supuesto esa sería la petición de principio.

Por si fuera poco en los últimos años el imaginario social ha venido a solaparse con el orden religioso, o al menos con signos externos de la religiosidad que se han hecho constantes en todo discurso político, sea cual sea su signo. El uso de símbolos religiosos se ha hecho frecuente en las declaraciones de los políticos y opinadores, y forma parte del habla cotidiana en frases como “los tiempos de Dios son perfectos”. Esto sugiere un abandono de la política como el espacio de negociación de las necesidades humanas en busca de lo sobrenatural como el espacio de la salvación. Una sociedad  invadida por una desesperación colectiva en la que lo mismo se pide una vivienda, una sanación, un lugar en alguna de las misiones que una televisión digital. Y se le pide a Cristo, a María Lionza, al alcalde, al espíritu de Chávez, al cuñado que milita en el PSUV o a la amiga que es vocera de una comuna. Un discurso que ha dejado de ser un cuerpo de ideas políticas para convertirse en un sistema de demandas naturales y sobrenaturales.

Así como en las democracias los militares pertenecen a los cuarteles, también los dioses deben volver a los templos, al ejercicio privado de las creencias. De lo contrario terminaremos pensando que el gobernante es un enviado de Dios, y que los gobernados recibiremos bendiciones o maldiciones por nuestra conducta política. Vivimos en una mezcla de milenarismo con socialismo, militarismo, bolivarianismo y religiosidad que hace cuando menos escarpado el camino a la restitución del imaginario democrático.

Valoración del pacto social. Silverio González Téllez, en La ciudad venezolana. Una interpretación de su espacio y sentido en la convivencia nacional (Caracas: Fundación para la Cultura Urbana, 2005: 141­146) afirma que en Venezuela el comportamiento doméstico predomina sobre el comportamiento social, y la ética de esa socialización está determinada por una cultura matrisocial. González retoma las tesis de Samuel Hurtado y de Alejandro Moreno, así como la noción de “crisis de pueblo” de Briceño Iragorry para centrarlas en “las fijaciones primitivas de la matrisocialidad”, que privilegian los vínculos afectivos y privados del grupo tribal sobre los impersonales, indispensables para establecer normas de convivencia y criterios universales. De allí se genera una inconsistencia en la observancia de las leyes “que son para los otros, no para los míos”. De acuerdo con estas hipótesis, el sujeto desconfía de los otros, de la ley y del Estado, y solo respeta las leyes tribales. Esta posición no sé si es antidemocrática pero con seguridad no es democrática. Es la negación del contrato social.
Valoración de la ciudadanía. Para nadie será un descubrimiento que en los últimos años la palabra ciudadano ha sufrido una sensible disminución (si no la eliminación) en los discursos públicos, y ha sido sustituida por la palabra “pueblo”. Esto no es irrelevante. El pueblo es un concepto inclusivo pero amorfo, anónimo, masificante. Todos y nadie lo conforman. Ciudadano es un concepto singular, particulariza al sujeto, lo individualiza. Ahora bien, ¿en qué consiste serlo? O mejor dicho, ¿qué condiciones lo caracterizan?

No pretendemos una definición política del término, sino un acercamiento a la cultura que se desprende del mismo. ¿Quiénes son los ciudadanos? En principio los constructores de la sociedad; los que viviendo en ella contribuyen a su permanencia y crecimiento a través de la producción social: de trabajo, de educación, de valores, de proyectos, de sentidos colectivos; y en tanto tales tienen derechos y deberes con respecto al Estado y con respecto a los otros. Ser conciudadanos no significa que pensamos lo mismo o que queremos lo mismo; no se trata de la pertenencia a un proyecto totalitario. Significa que, aun a pesar de nuestras diferencias, e incluso gracias a ellas, somos partícipes de una empresa que nos interesa a todos. Significa que somos individuos particulares sometidos a normas colectivas que hemos aceptado, es decir, que nos regimos por leyes para asegurar la convivencia pacífica, y que cuando se transgreden esas leyes, la misma sociedad, a través del Estado, tiene la obligación de restituir la justicia y el bien común; desde imponer una multa por estacionar mal el automóvil, hasta la privación de libertad en castigo por un crimen. La debilidad de la cultura ciudadana, en mi opinión, está determinada por el predominio de la cultura heroica en el imaginario social; predominio que ha sido exaltado en estos años pero cuyo origen es histórico.
Cultura de héroes. Ciudadano y héroe son conceptos muy distantes. Muchos pensadores han insistido en esto, citaré a Axel Capriles (La picardía del venezolano o el triunfo de Tío Conejo. Caracas: Taurus, 2008: 36) porque me parece resume muy bien el tema: “en la psicología del héroe no hay espacio para los quehaceres de la paz. Desconoce el mérito del trabajo y el valor de los imperceptibles logros ordinarios. Desprecia el empeño metódico y constante”. Esas y otras valoraciones son la desafortunada consecuencia de haber impuesto al héroe guerrero como modelo de identificaciones para los venezolanos, y de haber instalado la guerra de Independencia como única proeza de la venezolanidad.      De estos paradigmas derivan los códigos heroicos degradados que inundan el imaginario venezolano, y que resumo a continuación.

El culto revolucionario tiene sus raíces en el seguimiento arbitrario del ejemplo bolivariano entendido como la pasión por arrasar con el pasado, y el permanente deseo de empezar todo desde los cimientos. La confusión de los tiempos y los propósitos de la gesta independentista con los contemporáneos desemboca en una perenne exaltación de la ruptura, que desacredita lo existente en pos de ideales utópicos, sin otra justificación que la búsqueda irresponsable de la renovación permanente. Tiene esto mucho que ver con la dificultad para perseverar y concluir, así como para aceptar la modestia de las tareas posibles, aunque no sean grandiosas ni utópicas.
Esta fascinación por la “revolución” no es patrimonio de la política, ni tampoco una novedad introducida por la Revolución Bolivariana. Dice Gisela Kozak en El país que siempre nace (Caracas: Alfa, 2008: 9­16) que “el pensamiento, la literatura y el arte en Venezuela… para nuestro infortunio, se han prestado en demasiadas ocasiones para justificar la rebelión, el espíritu contrario a la institucionalidad, la violencia, el caudillismo o el rigor dictatorial como destino inevitable”. Sobre las razones que explican por qué los venezolanos cultivan una actitud de escepticismo y de negación ante los logros acumulados, apunta lo que denomina una “vena nihilista”. La visión negadora de la experiencia democrática es, en su criterio, uno de los mejores ejemplos de este caso. El nihilismo expresado en la imposibilidad de construir  y  creer ha sido una fuerza permanente en contra de la generación de valores comunes y la confianza de la sociedad en sus propias potencialidades. Por el contrario, el imaginario venezolano concede su fe y su confianza a los “hombres providenciales” que vendrán a salvar a la patria, y no a la ética de la propia sociedad, como es el sustento del vivir democrático.

El impulso a la libertad, presente en todas las sociedades, adquiere en Venezuela la cualidad del anarquismo, la voluntad de no estar sometido a nada ni a nadie. Estrechamente vinculado con lo anterior aparece el autoritarismo. Una condición esencial de la democracia es no solamente la igualdad ante la ley sino el consenso de que la ley es para todos. Entre los códigos que venimos señalando hay un eje común: la relación conflictiva con la ley. O se la ejerce en forma autoritaria y personalista; o se la rompe invocando un acto “revolucionario”; o se la burla anárquicamente; o se presume de una igualdad arbitraria para no respetarla; o, finalmente, se niega la validez de cualquier ley porque todas son injustas.

Veamos para finalizar algunas tendencias que favorecen la identidad democrática y las perspectivas de cambio.

La aspiración libertaria. Aunque parezca contradictorio con lo que expuse anteriormente, y la libertad sea frecuentemente confundida con anarquía o autoritarismo (“yo hago lo que quiero y no tengo que someterme a nadie”), la aspiración de libertad ha sido una idea fuerza en el imaginario venezolano desde tiempos históricos, y ha estado presente en los momentos más significativos: la independencia, la sustitución de la monarquía por la república, las contiendas de las guerras federales, y la lucha contra las dictaduras del siglo XX.

Si bien la libertad no es la única base de un sistema democrático, es sin duda uno de sus componentes esenciales, y la aspiración de vivir en libertad persiste en la sociedad venezolana.
La preservación del espacio privado frente a la invasión ideológica de corte totalitario. La negativa a pensar o sentir como el discurso del poder dice que debemos pensar o sentir. En la defensa de la penetración ideológica de la educación, desde la primaria hasta la universitaria, puede observarse esta preservación del ámbito privado.

La tendencia igualitarista. Aunque el igualitarismo no es igual a la igualdad, o a la equidad, conduce a una resistencia contra el autoritarismo y la consagración de privilegios, y es una tendencia favorable al pensamiento democrático.

La aspiración a la modernidad. Por la experiencia histórica de un país que vivió un proceso acelerado de urbanización y adquisición de bienes de consumo, la relación con la economía de mercado no ha desaparecido de la mentalidad venezolana en estos años de discurso socialista. De alguna manera los “dakazos” a los que ha recurrido el gobierno indican que esta aspiración al consumo y al bienestar tiene una fuerza importante en todos los estratos de la sociedad venezolana, que se opone a la aceptación de la escasez y penuria que mostraron otras sociedades en los regímenes socialistas.

La reserva histórica. Necesitamos construir un relato alternativo que haga honor a las virtudes democráticas y pacíficas de la venezolanidad, para lo cual el primer ejercicio es recurrir a nuestra historia cambiando el acento de los guerreros hacia los ciudadanos. Venezuela no es solamente una patria de guerreros, ni su mayor gloria haber ganado una guerra que sucedió hace doscientos años, y que por lo tanto está muy lejana de nuestros problemas actuales. Venezuela es también la patria de los que, después de la guerra, tuvieron que dedicarse a la ardua tarea de reconstruir la economía que había quedado destruida, y dejado al país en la mayor pobreza. En esa tarea participaron todos los sobrevivientes. Es también la patria de los que durante el resto del siglo XIX se plantearon las tareas de la educación y el pensamiento en medio de una gran penuria. De los que después, a comienzos del siglo XX fueron los pioneros de la mayor industria, el petróleo, y con el paso del tiempo lograron la construcción de Pdvsa, que fue una alta industria petrolera, con la tecnología avanzada equivalente a la de las naciones más poderosas. La patria en la que se crearon grandes universidades, de las que salieron todo tipo de profesionales, y ha dado grandes figuras de nuestra medicina, educación, ingeniería, ciencias. La patria de millones de ciudadanos que salen de sus casas muy temprano a trabajar, y desde el oficio más modesto contribuyen a la construcción de la vida social. La cultura venezolana tiene una amplia variedad de nombres que ofrecer como ejemplos, como modelos de ese venezolano de trabajo, de solidaridad, de empeño, que queda opacado si se le compara con las figuras de los libertadores. Esa sería la vía para construir una memoria civil; ante cada nombre de guerrero, el nombre de un científico, un artista, un profesional, un artesano. Nuestros niños saben los nombres de las batallas, pero deberían saber también cómo en el pasado llegaron a Venezuela las grandes innovaciones que mejoran la vida: el telégrafo, la electricidad, el teléfono, la radio, la televisión, las vacunas, las autopistas, las represas, los pozos petroleros, los hospitales, las escuelas, los museos, las bibliotecas, internet. Deberían conocer la riqueza de nuestra gastronomía,  la historia empresarial, la calificación de los operarios. Los nombres de nuestros artistas,  nuestros escritores, de los pensadores y políticos, que adelantaron políticas internacionales democráticas en un continente plagado de dictaduras. En fin, toda la construcción social que damos por sentada, como si no hubiesen sido ciudadanos venezolanos los que trabajaron, y trabajan, para que exista. En ella hay una reserva de valores suficiente para edificar el valor de la venezolanidad democrática.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Refundación ilusa

Refundación ilusa – S. J. Luis Ugalde

Vivimos horas amargas de angustia, incertidumbre y frustración nacional y es lógico que muchos sueñen con una refundación para que nazca una nueva república. El desesperado enfermo quiere salud y vive la tentación de creer a quien le ofrezca pastillas milagrosas que con fe producen repúblicas felices, de hombres y mujeres nuevos. Pastillas con constituyentes y constituciones de papel, de las que en Venezuela ya hemos tenido más de dos docenas y casi todas terminaron en frustración. Aquí las cosas van mal no por culpa de la Constitución, sino porque el poder la secuestró y la viola permanentemente y ha comprado las virtudes ciudadanas, por un plato de lentejas a los pobres y por un saco de dólares a las alturas del poder. La desesperación es mala consejera y ahora se corre el peligro de ilusionarse con otra refundación milagrosa, o pensar que el mal está fuera de nosotros, en un millar de políticos y no en millones de venezolanos resistidos a cultivar exigentes virtudes republicanas, abandonando ilusiones evasivas ofrecidas en los bellos papeles de una nueva Constitución. Vemos cuatro pilares sin los cuales no hay República:

1-                           Venezuela somos los venezolanos y vale por lo que somos los venezolanos, no en primer lugar por sus recursos naturales y bellos paisajes.
2-                           Políticamente seguiremos siendo indigentes mientras el poder siga violando los derechos constitucionales y no construyamos un espacio público común donde nos reconozcamos todos con nuestros deberes y derechos.
3-                           Económicamente necesitamos reconocer la grave pobreza productiva actual, fomentada por un gobierno, dueño de una inmensa “riqueza petrolera” no producida, que se proclama Estado-gobierno comunista, repartidor dadivoso a discreción, a cambio de lealtad clientelar.
4-                           Educativamente necesitamos apostar por el desarrollo de la verdadera riqueza que es el talento perdido o dormido de millones de venezolanos. Educación que brinde a cada venezolano la oportunidad de desarrollar su dignidad y poner a valer su talento y esfuerzo creativo con la convicción de que la clave de su pobreza o riqueza está en ellos. Es indispensable crear instituciones y una plataforma educativa pública que active todas las fuerzas sociales plurales (no solo el funcionariado gubernamental y partidista) para brindar educación de verdadera calidad y oportunidades para el desarrollo.

Las frágiles instituciones públicas vienen siendo bombardeadas sistemáticamente con el pretexto de destruir el “Estado burgués” y se corrompen las instituciones democráticas y las virtudes ciudadanas, sin las cuales no hay república. Esta enfermedad no es nueva, pero se agravó en el siglo XXI por haber entregado el espacio público y todos los poderes a irresponsables portadores de ilusiones refundadoras y voluntaristas que prometen felicidad gratis a cambio de un cheque en blanco, con seguimiento y fe ciega en el caudillo que concentra el poder.

Con medio país contra la otra mitad, no hay salida. Es indispensable que cada uno reconozca al otro, sus necesidades, dignidad y legítimas aspiraciones, para convivir y construir puentes de encuentro y de esfuerzo común. No hay paz ni futuro sin esta nueva actitud espiritual hacia el reencuentro y a la reconciliación que transforme la vida política de millones de venezolanos. No habrá liderazgo valioso político, económico, ni religioso sin esta novedad. Necesitamos realismo crudo y duro, pero cargado de esperanza transformadora. Asumir la realidad actual, sin ilusiones políticas evasivas, ni religiones políticas que combinan magia con irresponsabilidad, ni éticas de grandes palabras con saqueo público cotidiano. Reconociendo la dura realidad y sus males sin disfrazarlos, y cultivar la esperanza en el corazón de los que más sufren y no en promesas de refundación ni en “repúblicas aéreas” que vienen en papeles y constituciones carentes de raíces en la realidad misma.

La falta de unión con visión, y de grandeza espiritual en este tiempo crucial tendrá gravísimas consecuencias. No olvidemos la sabia sentencia del Libertador en el año decisivo de 1816: “El sistema militar es el de la fuerza y la fuerza no es gobierno”. La solución al actual sistema militar y de fuerza no está en otro militarismo. No obstante, el rescate de la democracia civil no se dará sin una decidida voluntad civilista en los propios militares.


viernes, 10 de octubre de 2014

Purists forced to retreat in global debate on fiscal policy

October 9, 2014 9:59 pm
Purists forced to retreat in global debate on fiscal policy
By Chris Giles
A global fight over fiscal policy has raged since the International Monetary Fund shocked the world in 2008 by recommending governments stimulate their economies by cutting taxes and increasing spending.
Almost seven years later, the battle is stuck in a quagmire with questions still to be resolved. How far should governments attempt to offset economic weakness with fiscal activism?
Are attempts to reduce public borrowing in difficult economic times automatically counter-productive? And what constitutes prudent public finance management in an era of extreme uncertainty over sustainable levels of output?
Recently, the evidence has not been kind to anyone taking an extreme stance on these questions. Critics of austerity can certainly point to Japan, which raised its consumption tax in a move that appears to have backfired. By contrast, its supporters can once again point to the UK’s ability to marry rapid economic growth with deficit reduction, leading Christine Lagarde, IMF managing director, to apologise for the fund’s previous criticism of the UK’s deficit reduction strategy.
The mood in Tokyo has soured since the spring. Abenomics, named after the radical economic policies of Shinzo Abe, the prime minister, has taken quite a knock after April’s three percentage point increase in the consumption tax to 8 per cent hit the economy harder than expected. While everyone had forecast a weak second quarter as consumers spent in advance of higher prices, the severity of the crunch has been much deeper than expected.
Japan’s economy contracted 1.7 per cent in the second quarter, worse than the hit caused by the 2011 earthquake and tsunami, and has raised questions over the second stage of the planned tax rise to 10 per cent next April. Even the bold Mr Abe is now more cautious, saying in September that he was “neutral” on the question of the second tax rise.
Within the eurozone, the picture is as mixed as it is on the global stage. For every country whose prospects appear to be damaged by fiscal austerity, there is a counter example of surprising strength amid the pain.
Christine Lagarde holds a discussion on the state of the global economy and the 2014 International Monetary Fund at the Johns Hopkins University Paul H. Nitze School of Advanced International Studies, in Washington DC, USA, 02 April 2014©EPA
Economists have been revising higher their forecasts for growth in 2014 in Spain, Ireland, Portugal and Greece, in a sign that the deficit reduction was no longer dragging their economies deeper into recession. In contrast to the better news from the crisis economies of 2011, France and Italy, two of the eurozone’s three largest economies, remain in the doldrums, unable simultaneously to sustain expansion and deficit reduction.
In the summer, Matteo Renzi, Italy’s prime minister, and François Hollande, the French president, joined forces to call for a fiscal compromise in which eurozone countries would be given more time to bring budget deficits under control in exchange for commitments to implement difficult reforms to their economies, battling deep-seated vested interests. France even declared a new budget, delaying its target to bring borrowing down to 3 per cent of national income by another two years to 2017.
Their call for flexibility on budget rules was met with a predictably outraged German, Finnish and Dutch response and predictions that backsliding on fiscal policy would destroy the hard-won improvement in confidence across the eurozone.
Amid the arguments, it is noteworthy therefore that the European Central Bank and the Organisation for Economic Cooperation and Development (OECD), both bodies renowned for their tough stance against government profligacy, have called for more flexibility “within EU fiscal rules”.
The clear implication was that the bloc, as a whole, should spend more EU money on capital investment projects and Germany, which is running a budget surplus, should also open its purse strings to improve its infrastructure and boost growth rates across the EU.
Globally, the IMF, the organisation which started the global debate in 2008, has tried to advocate a “horses for courses” approach to fiscal policy.
Looser fiscal policy through tax cuts and spending increases is fine, it says, if a country has the scope and the strong public finances to underpin such a move. But if these do not exist, either because financial markets will not finance higher borrowing or the underlying fiscal position is very weak, countries must attempt to bring their budget back closer to balance, it says.
This more pragmatic approach is catching on. The OECD suggested in September that because Japan still had a long way to go to bring its public debt under control it needed to implement further tax rises, despite the pain of April’s move. The US, by contrast, could ease off for now so long as it worked on a medium-term plan.
Emerging economies, too, are subject to this emerging trend of more nuanced debate.
For India and Brazil, where slow growth has exposed weakness in the public finances, the OECD called for greater action to reduce borrowing by cutting state subsidies and eliminate distortions at the same time. In contrast, it said that fast growth in China implied its “broadly neutral fiscal stance is appropriate”.

The new tone in the fiscal debate around the world reflects the divergent fortunes of rich and poor economies alike. It has not settled the six-year war on fiscal policy, but suggests that the purists are no longer forcing policy makers into a false choice between austerity and growth.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Venezuela anómica

Venezuela anómica
Por Fernando Mires | 7 de octubre, 2014 0   
La horrible muerte del joven diputado del PSUV, Robert Serra, ha causado impacto. Pero todos saben en Venezuela de que no se trata de un caso de excepción sino, aunque parezca pavoroso, de perfecta normalidad.
Cientos, miles de personas son asesinadas en calles y casas venezolanas. De vez en cuando el cuchillo artero o la bala mercenaria alcanza a algunos personajes públicos. Puede ser una Miss como Mónica Spear o un político popular como Robert Serra. Entonces el país se conmueve y llora. Dura poco. La cosa sigue igual, nadie hace nada en contra, el gobierno menos, y los cadáveres continúan atestando los patios de la morgue. Al comenzar cada día, los medios dan a conocer la cantidad de asesinados como si fueran los números de la quiniela.
Todos saben que el crimen se ha apoderado de las calles y de que hay territorios controlados por maleantes, dirigidos no pocas veces desde las mismas cárceles. Y todos saben también que Venezuela es un país socialmente desarticulado y políticamente polarizado, es decir, uno que padece dos alteraciones colectivas –disociación y polarización– que si fueran individuales, bastaría para encerrar a alguien en una clínica.
Naturalmente, el concepto “sociedad” no pasa de ser en Venezuela un significante vacío; o un simple recurso retórico. Como la palabra “hampa” que de tanto ser usada ya no dice nada. “A mi sobrino lo mató el hampa” ya es casi lo mismo que decir “el pobre se murió de una pulmonía”.
Una sociedad en estado de no-sociedad es una alteración diagnosticada por la sociología clásica con el término “anomia”. El termino fue acuñado por Emile Durkheim y ha hecho exitosa carrera en los institutos de sociología. Anomia, en su acepción más general, define un estadio de desintegración entre normas y leyes con respecto a las conductas de los habitantes de una nación.
Importante es destacar que anomia no es igual a pobreza. Por cierto, la anomia encuentra condiciones óptimas para desarrollarse allí donde impera la pobreza extrema, o miseria. Sin embargo, hay naciones pobres que no son anómicas. Bolivia, por ejemplo, es un país pobre, pero el complejo tejido de unidades étnicas, y el enorme peso del sindicalismo obrero, hacen imposible hablar de una nación anómica. Venezuela, caso opuesto, está lejos de ser, aún bajo el imperio del “socialismo del siglo XXl”, una de las naciones más pobres de la región. No obstante, es la más anómica de todas.
En sentido estricto tampoco la anomia es sinónimo de alta criminalidad. La criminalidad puede llegar a ser una de las consecuencias más visibles de la anomia, pero no es su condición necesaria. Criminales hay en todos los países del mundo y como tales son designados aquellos que viven al margen de la ley. La diferencia es que en los países anómicos los criminales no viven al margen pues en ellos cumplir la ley es la excepción y su no acatamiento es la regla. El caso de Venezuela es aún más grave. Allí las leyes son órdenes que emanan desde el gobierno, es decir, la anomia ya alcanzó al, y viene desde el, gobierno. Es un caso único en América Latina.
En la Venezuela de hoy alguien puede ir preso sin haber cometido ningún delito (caso López, entre tantos). Más todavía, Venezuela debe ser uno de los pocos países del mundo en el cual sus autoridades dictaminan sentencias sin que existan investigaciones y juicios previos.

“Te voy a meter preso” era una de las frases preferidas del presidente muerto, quien, además, las cumplía. Sus herederos continúan el ejemplo. El caso del capitán Cabello es prototípico. Cuando se refiere a Capriles lo llama “el asesino Capriles” y todos sus seguidores piensan que referirse así a un gobernador elegido por alta mayoría es lo más natural del mundo. En un país no anómico, en cambio, Cabello habría sido destituido por calumnia, difamación y uso indebido de poderes.
Si hubiera que comparar la anomia con un fenómeno biológico podría decirse (aunque con cuidado) que la anomia es lo más parecido a un cáncer con complejas ramificaciones. En ese sentido Venezuela representa un caso de anomia radical. Por una parte, su condición rentista determina que gran cantidad de personas profiten bajo el alero del “Estado Mágico” (Coronil) sin crear entre sí relaciones sociales. Así, Venezuela ya no es, como son la mayoría de los países del mundo, un “estado-nación”, sino exactamente lo contrario: una “nación-estado”.
Por otra parte, la anomia venezolana –hasta la llegada de Chávez, una característica social– se ha transformado bajo el chavismo en anomia política, fenómeno nunca imaginado por Durkheim. Esa es la razón por la cual el Parlamento, la Justicia, así como los organismos estatales, incluyendo al Ejército, no adecuan su funcionamiento a la Constitución sino a decisiones de la cúpula estatal. El gobierno, bajo estas condiciones, no gobierna; solo manda. El gobierno es una simple jefatura.
Podría pensarse que la radical anomia política que vive Venezuela es resultado del avance populista producido por el chavismo. Sin embargo, si analizamos al fenómeno populista venezolano, tendríamos que concluir en que eso no es así. La razón es que el populismo es una forma de integración (Laclau) y no de desintegración política.
El populismo es una forma de la política. Una entre otras. Luego, lo que hoy comprobamos al observar el modo de funcionamiento del gobierno Maduro, no es un avance del populismo, sino su misma desintegración. Maduro es un gobernante anómico que no sigue el llamado de masas organizadas sino a una camarilla (oligarquía estatal) que actúa de acuerdo a su propia lógica. En ese sentido el Estado termina por convertirse en una mafia entre otras. El concepto “Estado mafioso” sugerido por Moisés Naím, calza perfectamente con las características del Estado venezolano a partir de la era Cabello/Maduro.
El concepto de anomia tampoco se refiere a una ausencia de democracia. Hay países no democráticos que no son anómicos. La integración social destinada a conformar una sociedad políticamente constituida es solo una posibilidad. Dictaduras militares, teocracias, e incluso sistemas tribales, pueden fungir también como formas de organización anti-anómicas. No es el caso del régimen de Maduro.
Cierto es que la ausencia de integración social y política ha sido intentada superar por Maduro con la instauración de un culto idolátrico a Chávez, pero ese objetivo interpela, cuando más,  a los sectores más duros del chavismo, no a toda la nación.
Por último debe ser dicho que la anomia se refiere a un fenómeno de desintegración nacional, pero no a la de grupos particulares. Los colectivos armados, los para-militares y los grupos clientelísticos que rodean al gobierno de Maduro, se encuentran muy bien organizados en sus interiores. Cada uno posee sus normas, sus códigos y sus relaciones de lealtad. Para decirlo de modo simple, en el mundo de la anomia cada organización trabaja por su lado, sin atender a la totalidad. Que entre estos diferentes grupos hay rivalidades e incluso ajustes de cuentas, es una verdad inapelable.
Así como ocurre con los trastornos individuales en los cuales la desintegración del alma se expresa de modo sintáctico (pérdida de la relación entre significantes y significados vigentes), en el caso de la anomia también tiene lugar una pérdida de la relación entre las palabras y las cosas. Las frases, medios de la política, pierden coherencia; cualquiera afirmación puede ser verdadera o falsa; nadie puede confiar en lo que se dice. El ejemplo viene de arriba.
Sin seguir el lema “gobernar es educar”, lo cierto es que los personajes públicos, sobre todo los políticos, son un ejemplo para sus seguidores. De este modo, si un presidente miente e insulta sin continencia, su ejemplo tendrá imitadores. Como suele suceder, al ser insultados, algunos opositores responderán con la misma moneda. Llegará así el momento en que el clima estará tan enrarecido que la práctica política se convertirá en algo imposible. Eso es lo que busca, y con insistencia, el régimen de Maduro.
La política es antes que nada su discurso. Sin discurso político no hay política. El chavismo, pero sobre todo el post-chavismo, ha terminado por destruir a la gramática de la política.
Sin política, la sociedad no puede constituirse políticamente. Allí donde no hay política solo impera la violencia; allí donde hay violencia solo triunfa la muerte. Quién sabe si la muerte del joven Serra es el triunfo de la anti-política, es decir, de la anomia política impulsada por el propio gobierno militar. Solo si partimos desde esa premisa podemos entender la brutal agresión llevada a cabo por Maduro en contra de la persona de Jesús ‘Chuo’ Torrealba.
Torrealba es uno de los políticos más correctos y queridos de Venezuela. Pero Maduro, sin mediar ofensa alguna, más todavía, inmediatamente después de que el representante de la MUD hubiera extendido sus condolencias al PSUV por la muerte de Serra, lo insultó con el epíteto de “basura”. Así no mas. Como si nada.
Fue en ese momento cuando ‘Chuo’ Torrealba mostró toda su clase política. Podría haber calificado de cobarde a Maduro pues este lo insultó guarecido detrás de sus esbirros, no cara a cara como hacen los hombres de verdad. Muchos esperaban esa reacción. Pero Torrealba no contestó con otra agresión. Por el contrario: intentó entender, casi de un modo psicoanalítico, la indigna ofensa de quien ejerce el cargo presidencial. Dejó en claro, además, que Maduro está desesperado, muerto de miedo. Que mientras el país se hunde en una crisis económica sin parangón, el mandatario busca destruir la política con sus palabras de odio persiguiendo el objetivo de reemplazarla por una confrontación violenta, es decir, por la anomia total. Maduro es definitivamente una víctima de sí mismo. O de su propia anomia. O quizás de Cabello, digno sucesor, no de Hugo Chávez sino de Mario Silva, el injurioso de La Hojilla, el predicador de la anomia final.
La verdad, mirando desde lejos el panorama venezolano, uno termina por llegar a la conclusión de que derrotar políticamente al gobierno de Maduro será una tarea fácil comparada con la inmensa tarea que significará devolver al país el don del habla, el discurso político, el imperio de la ley y la práctica diaria de la decencia cívica.
Nota: Sobre el concepto de anomia ver:
Durkheim, Emile, La división del trabajo social, Ediciones Akal, Madrid 1987

Durkheim, Emile, El Suicidio, Ediciones Akal, Madrid 1989

Thomas Piketty: New thoughts on capital in the twenty-first century

martes, 30 de septiembre de 2014

Las Cifras del ministro

Las cifras del ministro
ALEJANDRO MORENO
30 DE SEPTIEMBRE 2014 - 12:01 AM
El ministro del interior en una reciente entrevista ha dicho: “De cada 100 homicidios que ocurren en Venezuela, 76 son enfrentamientos entre bandas o enfrentamientos entre bandas y cuerpos de seguridad”. Y continuó diciendo que esos fallecidos “no son directamente asignables” a un problema de seguridad en el país. Y siguió: “Son diferencias entre bandas que han desarrollado una cultura de la violencia, que la única solución a sus diferencias es matarse los unos a los otros”.
Sabemos ya que las cifras del ministro son abismalmente inferiores a las de institutos universitarios muy serios como el Observatorio Venezolano de Violencia que no tienen ningún interés en camuflarlas para dejar más o menos bien al gobierno del ministro. Según se puede deducir de esas declaraciones, sobre el 76% de los muertos por violencia no hay que preocuparse mucho porque al fin y al cabo son malandros. ¿No seres humanos, señor ministro? Ahora bien, el 76% de 24.673 asesinados el año pasado (cifras del Observatorio citado, únicas en las que confiamos) suma 18.751 asesinos muertos por otros tantos asesinos vivos. Bueno, algunos son muertos en enfrentamientos con la policía (Dios nos libre de considerar asesinos a los policías), de modo que los asesinos vivos serán quizás un poco menos; aunque pueden también ser un poco más pues no está dicho que a cada asesinado le corresponda un solo asesino, sobre todo si se trata de “bandas” como dice el ministro.
Si seguimos calculando con ese criterio, a los 18.751 asesinos muertos, de los que por tanto nos hemos liberado en un año, habría que añadir otros 16.485 del año anterior y otros 14.788 del anterior, y, y, y. Si nos contentamos con calcular los asesinos muertos durante los últimos 10 años, para atenernos al tiempo del que la gran mayoría de los venezolanos pueden tener vivos recuerdos, la cifra rondaría los 120.949, simplemente sacando el 76% de los homicidios acaecidos durante esta década. Pero eso supone por lo menos otros 120.949 asesinos vivos. ¡Y la mayoría sueltos! Pero no todos los asesinos asesinan todos los años a alguien. A los 18.751 de 2013, ¿cuántos que no han actuado ese año pero que actuaron antes y podrán actuar después habrá que añadir? ¿Y a los 120.949 de la década? ¿Eso no es “asignable” a un problema de seguridad en el país? ¿Cuántos asesinos vivos y muertos ha producido, produce y tiene en actividad Venezuela? De esta violencia no nos van a librar los malandros matándose entre ellos. Si el ministro ha querido quitarle importancia al problema, se ha lucido.

ciporama@gmail.com

Los zombis de la austeridad europea

Los zombis de la austeridad europea
JOSEPH E. STIGLITZ
30 DE SEPTIEMBRE 2014 - 12:01 AM
“Si los hechos no encajan en la teoría, cambia la teoría”, dice el viejo adagio. Pero muy a menudo es más fácil mantener la teoría y cambiar los hechos, o eso es lo que parece creer la canciller alemana Ángela Merkel y otros líderes europeos pro austeridad. Aunque los hechos siguen mirándoles a la cara, ellos continúan negando la realidad.
La austeridad ha fracasado. Pero sus defensores están dispuestos a cantar victoria sobre la base de la evidencia más débil posible: la economía ya no está colapsando; por lo tanto, ¡la austeridad debe estar funcionando! Pero si ese es el punto de referencia, podríamos decir que saltar desde un acantilado es la mejor manera de bajar de una montaña; al fin de cuentas, el descenso ha sido detenido.
Sin embargo, cada crisis llega a su fin. El éxito no se debe medir por el hecho de que la recuperación se produce con el transcurso del tiempo, sino que se debe medir según la rapidez con la que dicha recuperación se afianza y según cuán extensos son los daños causados por la caída.
Visto en estos términos, la austeridad ha sido un desastre total y absoluto, desastre que se ha hecho cada vez más evidente a medida que las economías de la Unión Europea se enfrentan una vez más al estancamiento, si es que no se enfrentan ya a una recesión de triple inmersión, con un  desempleo que persiste en niveles récord y, en muchos países, con un PIB real per cápita (ajustado según la inflación) en niveles que permanecen por debajo de los niveles prerrecesión. Incluso en las economías de mejor desempeño, como la de Alemania, el crecimiento desde la crisis de 2008 ha sido tan lento que, en cualquier otra circunstancia, sería clasificado como pobre.
Los países más afectados se encuentran en una depresión. No hay otra palabra para describir una economía como la de España o Grecia, donde casi una de cada cuatro personas –y más del 50% de los jóvenes– no puede encontrar trabajo. Decir que el medicamento está funcionando porque la tasa de desempleo se ha reducido en un par de puntos porcentuales, o porque uno puede ver un atisbo de magro crecimiento, es similar a que un barbero medieval diga que una sangría está funcionando, porque el paciente aún no ha muerto.
Extrapolando el modesto crecimiento de Europa a partir del año 1980 hacia delante, mis cálculos indican que en la actualidad la producción en la eurozona está más de 15% por debajo de donde hubiese tenido que estar en caso de que no se hubiese producido la crisis financiera del año 2008, lo que implica una pérdida de aproximadamente 1,6 millones de millones de dólares solamente este año, y una pérdida acumulada de más de 6,5 millones de millones de dólares. Aún más preocupante es el hecho de que la brecha se está ampliando, en vez de cerrarse (como sería de esperar después de una crisis, cuando el crecimiento suele típicamente ser más rápido de lo normal ya que la economía trata de ganar el terreno perdido).
En pocas palabras, la larga recesión está reduciendo el crecimiento potencial de Europa. Los jóvenes, que deberían estar acumulando habilidades, no las están acumulando. Hay pruebas abrumadoras de que dichos jóvenes enfrentan la perspectiva de alcanzar ingresos durante su período de vida que llegarían a ser significativamente menores que los que hubiesen alcanzado si hubieran llegado a la mayoría de edad en un período de pleno empleo.
Mientras tanto, Alemania está obligando a otros países a seguir políticas que debilitan sus economías –y sus democracias–. Cuando los ciudadanos votan repetitivamente por un cambio de políticas –y pocas políticas les importan más a dichos ciudadanos que aquellas que afectan a su nivel de vida–, pero se les dice que estos asuntos se determinan en otro lugar o que ellos no tienen otra opción, tanto la democracia como la fe en el proyecto europeo sufren un deterioro.
Francia votó a favor de un cambio de curso hace tres años. En cambio, a los votantes se les ha dado otra dosis de austeridad pro empresarial. Una de las propuestas más antiguas en economía es el multiplicador del presupuesto equilibrado –el aumento de los impuestos y los gastos, uno tras otro, para estimular la economía–. Y, cuando los impuestos se dirigen a gravar a los ricos, y los gastos se dirigen a beneficiar a los pobres, el multiplicador puede ser especialmente alto. Sin embargo, el llamado gobierno socialista de Francia está bajando los impuestos corporativos y reduciendo los gastos –una receta que de manera casi garantizada va a debilitar la economía, pero es una receta que gana elogios provenientes de Alemania.
La esperanza es que los impuestos corporativos más bajos estimularán la inversión. Esta idea es un auténtico disparate. Lo que está frenando la inversión (tanto en Estados Unidos como en Europa) es la falta de demanda, no los altos impuestos. En efecto, teniendo en cuenta que la mayor parte de la inversión se financia con deuda, y que los pagos de intereses son deducibles de los impuestos, el nivel de impuestos corporativos tiene poco efecto sobre la inversión.
Del mismo modo, se está alentando que Italia acelere la privatización. Pero el primer ministro, Matteo Renzi, tiene el buen sentido de reconocer que la venta de los bienes nacionales a precios de remate no tiene mucho asidero. Son las consideraciones de largo plazo, no las exigencias financieras de corto plazo, las que deberían determinar qué actividades se producen en el sector privado. La decisión debería basarse sobre dónde se llevan a cabo las actividades de manera más eficiente, sirviendo de la mejor manera a los intereses de la mayoría de los ciudadanos.
La privatización de las pensiones, por ejemplo, ha demostrado ser costosa en los países que han intentado el experimento. El sistema de atención de salud estadounidense que en su mayoría es privado es el menos eficiente en el mundo. Estas son preguntas difíciles, pero es fácil demostrar que la venta de activos estatales a precios bajos no es una buena manera de mejorar la solidez financiera a largo plazo.
Todo el sufrimiento en Europa –infligido al servicio de un artificio hecho por el hombre, el euro– es aún más trágico por ser innecesario. No obstante que la evidencia sobre que la austeridad no funciona, sigue en aumento, y Alemania y los otros halcones han doblado sus jugadas relativas a dicha austeridad, apostando el futuro de Europa sobre la base de una teoría que está desacreditada desde hace ya mucho tiempo atrás. ¿Por qué se tendría que argumentar con más hechos para demostrar este punto a los economistas?
Copyright: Project Syndicate, 2014.

www.project-syndicate.org

Sin ética no hay país

Sin ética no hay país
Gustavo Coronel

Hay casos de rápida evolución que llaman a a la admiración. Un japonés de cortos años hubiese podido ver  los barcos del Almirante Perry entrar en la bahía de Tokio y también hubiese podido asistir, ya hacia el final de su vida, al acto de rendición de la armada imperial japonesa, a bordo del U.S.S. Missouri, en la misma bahía. La visita de Perry tuvo lugar en 1854 y abrió las puertas del Japón a las influencias occidentales. La rendición de Japón, en 1945, lo llevó a integrar el bloque de países modernos, afines al mundo occidental . En esos noventa años Japón se convirtió de estado feudal en país industrializado. Abolió el shogunato y restauró la dinastía Meiji, más o menos por la misma época en la cual en Venezuela imperaban los hermanos Monagas y se veía venir la Guerra federal (1859-1863). En ese lapso de unos 90 años Venezuela progresó lentamente y, apenas en 1935, entró a la modernidad de mano de Eleazar López Contreras y de médicos sanitaristas como Tejera, Gabaldon, Baldó, García Maldonado, quienes derrotaron las plagas y epidemias que caracterizan a los pueblos atrasados.
Todo un país, Japón cambió drásticamente para mejorar, en el curso de una  vida humana.  Todo un país, Venezuela, ha sido destruido en apenas 15 años por una pandilla de hampones ignorantes e ineptos. Y es que la involución  lamentablemente se lleva a  cabo de manera mucho más más rápida que la evolución. Construir es un proceso penoso y largo, destruir es un acto breve de maldad.
El acto de construir requiere  un liderazgo y visión perseverante en el tiempo mientras que el acto de destruir apenas necesita de una poblada guiada por los más bajos deseos. En Venezuela 1999-2014  la extrema rapidez de la destrucción y su espantosa magnitud requirió una quiebra de la ética colectiva venezolana como nunca la hubiéramos pensado posible. En el proceso de destrucción nacional han participado:  (1),  los miembros del llamado chavismo-castrismo,  fanáticos empeñados en retroceder al siglo XIX en pleno siglo XXI; (2), una gran masa de gente pobre, ansiosa de salir de la pobreza rapidamente y dispuesta a dar lealtad a quien se lo prometa, sin pensar que no hay salida a la pobreza que no sea por la vía de la educación y del trabajo; (3),  una clase empresarial y bancaria  de apellidos conocidos pero podridos en cuerpo y alma que se ha llenado los bolsillos de dinero petrolero a expensas del bienestar de la nación; (4), una Fuerza Armada que se ha prostituído con una pasmosa facilidad, inclusive incursionando en el tráfico masivo de drogas, convirtiendo al régimen en un narco-estado; y, (5), una burocracia que ha aprovechado  la ineptitud y  la complicidad del poder para saquear el tesoro público con total impunidad, demoliendo instituciones y violando constitución y leyes.
Es hasta estadísticamente documentable que esta gran masa de cómplices, unos con premeditación y otros acuciados por el deseo de salir de abajo tomando atajos, constituyó en algun momento la mayoría en el país. De otra manera no puede explicarse la rapidez con la cual se ha  llevado a cabo el desastre. Aparejados a esta gran masa hemos tenido grupos importantes de venezolanos que, sin convenir con los métodos del régimen, han dejado que el desastre se lleve a cabo por múltiples razones: indiferencia, flojera o deseos de seguir actuando frente al hamponato con guantes blancos, como si estuviéramos bajo un sistema democrático. Los venezolanos quienes han  defendido democracia y libertad con vigor y decisión, apegados a la ética que aprendieron en sus hogares y de sus maestros, han sido hostigados por enemigos y ni-nis, haciendo muy difícil que la nación encuentre el camino hacia la recuperación.
La ética es una brújula, una guía para la acción: no robar, no hacer daño, sumar al bien colectivo, manejar cuidadosamente el erario público, ser buenos ciudadanos. Quienes llevan en alto esa bandera ética están en minoría en Venezuela y es necesario enfrentarnos con esa realidad. No podemos seguir rindiéndole pleitesía a las virtudes de la pobreza o seguir excluyendo a quienes quieren progresar en aras de quienes prefieren permanecer en el atraso. Los niños de la calle no son niños de la patria ni los damnificados son dignificados. Son gente afligida que requiere pasar de la categoría de  desposeídos a la categoría de ciudadanos. La pobreza es una enfermedad, no una virtud.  La ignorancia no es una característica amable y folklórica sino una terrible aflicción que genera hambre, enfermedad y criminalidad.

Si la ética no prevalece, si no hay justicia ejemplar para el crimen y la corrupción en Venezuela  veremos llegar otros chávez y otros maduros y seguiremos sin huevos.

viernes, 11 de abril de 2014

Crónica de Venezuela - Enrique Krauze

ENRIQUE KRAUZE
Crónica de Venezuela
10 DE ABRIL 2014 - 00:01

¡Pobres latinoamericanos! El mundo no se interesa en nosotros y nosotros no nos interesamos en nuestros “países hermanos”. Hemos mirado siempre hacia fuera, con admiración a Europa y con recelo a Estados Unidos, pero no hacia dentro, hacia las experiencias históricas comunes de nuestros países. Por eso, a muchos amigos míos les pareció extraño que en 2007 comenzara a interesarme en Venezuela. No tenía nada de extraño. Quería yo ver con mis propios ojos la experiencia de un país gobernado por un régimen populista.

En diciembre de 2007, cuando visité Caracas por primera vez, Chávez (que llevaba nueve años en el poder) acababa de sufrir su primera (y a la postre única) derrota electoral. En un referéndum, una mayoría de los venezolanos había dicho No al proyecto de acelerar la convergencia entre Venezuela y Cuba, no solo en términos de política económica (creación de comunas, centralización política, límites definitivos a la propiedad privada) sino de una confederación formal entre ambas naciones. Los principales opositores fueron los estudiantes que, como en muchos otros momentos de la historia latinoamericana, jugaron un papel crucial en la defensa de las libertades.

La impresión mayor que me causó Venezuela fue la de un país seriamente dividido. Me propuse hablar con representantes de ambas mitades, y (salvo el presidente, que declinó por estar de gira por “la hermana república de Bielorrusia”) lo logré. Por parte de la oposición, el agravio reciente era la expropiación ordenada por Chávez de la cadena de televisión RCTV, la más antigua de Venezuela. Con ese acto, quedaba ya solo una cadena independiente: Globovisión. La radio era todavía libre y al menos dos periódicos de oposición circulaban profusamente (El Nacional y Tal Cuál), pero el predominio de Chávez en los medios era ya abrumador: frecuentes cadenas nacionales y un popularísimo programa de televisión dominical en el que él era el único y formidable show man: Aló, Presidente.

Lo que Venezuela vivía entonces no era solo un clima de polarización sino una guerra ideológica instigada y practicada principalmente por el gobierno: de un lado los revolucionarios, los bolivarianos, los socialistas; del otro lado los lacayos del Imperio, los traidores, los “pitiyanquis”. Me parecía un milagro que Venezuela –cuya historia de violencia es una de las más atroces del continente– no se hubiese precipitado a una guerra civil.

La paz pendía de un pilar: la lealtad del Ejército, principal protagonista de la historia venezolana. Después del frustrado golpe de Estado de 2002, el Ejército cerró sus filas con el presidente, que tuvo además el cuidado de jubilar a los mandos mayores y promover masivamente a los menores. Pero aun dentro del Ejército, antiguos compañeros de Chávez como el general Raúl Isaías Baduel (que lo había salvado en los días del golpe) criticaban el poder unipersonal de Chávez. Cuando visité Caracas, Baduel estaba a punto de ser encarcelado. (Permanece hasta ahora en prisión).

Aquel ahogo paulatino y sistemático a la libertad de expresión era solo un capítulo de una asfixia más amplia: la de la democracia. Chávez (que había llegado al poder por la vía electoral y seguía ganando elecciones) había ido integrando a su poder personal (mediante la cooptación, la intimidación o la represión) todas las instituciones políticas que debían servir de contrapeso: el Poder Legislativo, el Judicial, el Electoral (el manejo de las elecciones), el Fiscal. Todo ello, aunado al control directo de Pdvsa, al uso discrecional de los inmensos recursos petroleros (en años anteriores a la crisis de 2008) y a la nacionalización creciente de industrias privadas, apuntaba a un Estado que no necesitaba de un referéndum para evidenciar su simpatía con el modelo cubano al que, en un acto de insensato anacronismo, quería emular y perfeccionar.

Frente a ese proyecto se levantaban varios protagonistas colectivos, además de los empresarios (villanos por antonomasia de la retórica oficial): la Iglesia (menos influyente en Venezuela que en otros países de la región) los estudiantes (aun los de las universidades públicas), una mayoría de intelectuales, periodistas, artistas, líderes sindicales (Chávez coartaba la libertad de huelga) y –señaladamente– los más respetados líderes históricos de la izquierda, como los legendarios exguerrilleros Teodoro Petkoff o Américo Martín (que habían participado en la invasión desde Cuba a Venezuela en los sesenta y que, desencantados por la vía cubana, habían revalorado la democracia). A todos los unía una convicción común: oponerse al caudillo y al caudillismo.

La crítica, pues, era política. El agravio era político. El peligro que se percibía era sobre todo político. Muy pocos entre mis interlocutores dudaban de la vocación social del gobierno. Y algunos –yo mismo– la admiraba. Criticaban, eso sí, el modo de instrumentarla, la aberración de convertir Pdvsa –la eficiente y poderosa compañía de petróleo venezolano– en una especie de Estado paralelo ocupado de controlar clientelarmente a los ciudadanos y a manejar a su capricho los núcleos de la actividad económica. El despilfarro, la desorganización, la ineficacia y la inmensa corrupción derivada de este arreglo “revolucionario” eran ya para entonces alarmantes.

Pero las mentes más moderadas tendían a admitir una verdad evidente: la gente quería mucho a Chávez, y creía en él porque quizá por primera vez en la historia de sus vidas (y las vidas de sus ancestros) tenían frente a sí, domingo a domingo, a un presidente que les hablaba a ellos, que se preocupaba por ellos, que era uno de ellos.

Visité los mercados populares y las diversas “misiones” que Chávez acababa de fundar en los barrios pobres con varios propósitos, entre ellos, de salud, de alfabetización, distribución de productos baratos. Algunos funcionaban, otros no. La masiva presencia de personal cubano en los servicios médicos era la contraprestación al envío de petróleo subsidiado a Cuba. (La de personal de seguridad era menos evidente). Los ministros de Chávez que entrevisté, sus consejeros cercanos, sus intelectuales parecían genuinamente convencidos de que en Venezuela se estaba gestando un renacimiento del socialismo que la caída del Muro de Berlín creía haber sepultado: el “socialismo del siglo XXI”.

                                                              * * *
Para entender mejor aquel presente y vislumbrar el futuro acudí a los únicos profetas en los que creo: los historiadores. Conversé largamente con varios expertos en Bolívar y en el culto religioso a su figura: Germán Carrera Damas, Elías Pino Iturrieta, Manuel Caballero, Simón Alberto Consalvi, Inés Quintero. Comprendí que libraban una batalla política crucial, una batalla por la verdad histórica, con un adversario formidable: el propio presidente Chávez, lector exhaustivo y exégeta de Bolívar, a quien aplicaba –sin saberlo y de la manera más estricta– la filosofía histórica y la teoría política de Carlyle (autor, por cierto, muy leído en estas tierras). Fueron mis colegas los que me dieron la perspectiva que necesitaba: Chávez no era un accidente de la historia venezolana, era un producto natural, esperado, de casi dos siglos de una historia trágica que ha oscilado entre episodios de inaudita violencia (social, racial) y largas dictaduras unipersonales de una duración y ferocidad casi sin precedente en América Latina.

Un trasfondo tiránico ha pesado sobre Venezuela desde sus orígenes. Además de los dictadores del siglo XIX (algunos ilustrados, otros de oropel), del 1907 a 1935 Venezuela padeció al “gendarme necesario” (como se le llamó a Juan Vicente Gómez). Mientras que la vecina Colombia celebró elecciones ininterrumpidas desde 1830 (y nunca tuvo un caudillo visible o un dictador) Venezuela tuvo su primera elección constitucional hasta 1947. Al poco tiempo ocurrió un golpe de Estado que llevó al poder a un nuevo dictador), Marcos Pérez Jiménez. Por fin, en 1958, el padre de la democracia venezolana, Rómulo Betancourt, pudo negociar un famoso pacto entre sus líderes rivales de derecha e izquierda (Rafael Caldera y Jóvito Villalba) que instauró la democracia. Ese orden duró tres décadas.

Lo más notable del mensaje que recibí de los historiadores, es el entusiasmo, la autenticidad, la profundidad con que Venezuela (como para revertir 150 años de dictadura, o para ganar el tiempo perdido) vivió esa experiencia. Bajo todo aspecto que se la mire (alternancia, limpieza electoral, división de poderes, autonomía judicial), Venezuela aprendió a vivir en democracia. Esas libertades, y un notable y estable crecimiento económico, la volvieron polo de atracción para la migración de Europa, en particular de España, y un puerto de abrigo para los perseguidos de las dictaduras latinoamericanas. Pero la moneda tuvo un reverso, sobre todo a partir de 1973, con el boom de los precios petroleros: la corrupción y la marcada desatención a los pobres. En 1989, una revuelta popular contra los súbitos ajustes de precios desembocó en saqueos que el gobierno reprimió salvajemente: hubo centenares de muertos.

La quiebra (el suicidio) de ese orden democrático fue el caldo de cultivo para la reaparición de caudillo, en la persona de un militar iluminado, el comandante Hugo Chávez. Aunque en 1992 intentó llegar al poder por un golpe de Estado, su encarcelamiento posterior lo convirtió en mártir y fue la mejor propaganda para su campaña electoral. Llegó al poder en 1998 por una votación masiva y legítima. Pero ni siquiera los sabios historiadores previeron el silogismo que esperaba a su país: Chávez admiraba a Bolívar como a Dios, él mismo se sentía la reencarnación de Bolívar, luego su endiosamiento era cuestión de tiempo.

Ya en los albores del siglo XXI, al control progresivo de las riendas del poder y el dominio sin límites de la riqueza petrolera se aunó un factor que casi nadie previó, menos aún tras la caída del Muro de Berlín: la influencia política e ideológica de Fidel Castro. Desde 1959 había puesto el ojo en el petróleo venezolano. Ejercía un hechizo sobre el hechicero. Chávez lo veía como un padre. La federación Cuba Venezuela vivía ya en el vínculo entre ambos. Venezuela, con su petróleo, le dio respiración artificial a Cuba; Cuba, con su experiencia política y policial, se hizo de los hilos del poder en Venezuela. Chávez buscaba genuinamente ser el Castro del siglo XXI. La muerte se lo impidió.

                                                           * * *
 Hoy la división entre las dos Venezuela que dibujaron los historiadores –la caudillista y la democrática– ha desembocado en la violencia que yo sentí latente desde hace años. Era previsible. Chávez era el muro final de contención. Su sucesor, Nicolás Maduro, no tiene el carisma de Chávez ni sus habilidades políticas ni su legitimidad… ni su aversión a la violencia. (Chávez no mató). Pero el “chavismo sin Chávez” tiene una base social fiel, amplia y poderosa. Frente a ella se erige otra Venezuela, que no busca voltear la espalda a los pobres ni revertir políticas sociales y tampoco exige la caída del gobierno. Lo que pide es la honesta restauración de la democracia con todas sus esenciales libertades y respeto a los derechos humanos.


Ojalá Venezuela, con su inmensa riqueza petrolera, evite precipitarse en la más terrible crisis económica de su historia. Y en aterradores escenarios de violencia tan comunes en su pasado, como un golpe de Estado o una guerra civil. Podría lograrlo si el gobierno abriera un capítulo inédito de genuino diálogo y conciliación. Pero ni Maduro ni sus aliados cubanos parecen dispuestos a intentarlo. Y así se da la triste paradoja de que los venezolanos, que con Bolívar hace dos siglos liberaron a medio continente, hoy luchan solos por su libertad.

jueves, 16 de enero de 2014

Nuestra banalidad del mal

COLETTE CAPRILES
El Nacional, 16 de enero de 2014

Nuestra banalidad del mal

Mi recuerdo ya borroso de La Habana de finales de los setenta: calles solitarias, afligidas y en penumbra. Es la imagen de la desaparición de los lugares públicos, espacios convertidos en peligro por la dictadura. Y su inversión liberada: los destapes de Madrid y Buenos Aires cuando, recobrada la democracia, las calles volvieron a ser posesión pública y escenario de la vida. La misma oscuridad se cierne sobre Caracas y todas las ciudades de este país, pero con un número de lotería. Ya no atribuimos responsabilidades, sino que asignamos probabilidades. Queda el puro miedo. Y a falta de otra cosa, la tragedia une.
Quizás es que resulta inconcebible que un gobierno, que un Estado más bien, se disuelva frente a la muerte. No sé qué clase de teoría interpretativa se está edificando en las páginas financiadas por el régimen, pero se me ocurre que puede ser algo así como una tesis sociológica que distinga entre malandros-víctimas y malandros-diabólicos; todos resultado de una matriz de injusticia social, pero unos pocos definitivamente perversos, cuya existencia no invalida la presunta teoría social que los justifica. El crimen es siempre colectivo, según la lógica de los “condenados de la tierra” que subyace a la lectura chavista. Es nuestra versión tropical de la “banalidad del mal” que Arendt descubre en el lenguaje estereotipado de Eichmann: para nosotros, es la imagen estereotipada del pran, el malandro elevado a potencia natural, figura del inframundo que renuncia a su propia humanidad y no puede reconocerla en los demás.
Pero creyendo politizarlo (en el sentido de intentar convertirlo en un síntoma de una sociedad injusta o desigual que se proyecta sustituir por otra), el chavismo ha dado un paso crucial en la despolitización general a la que parece dirigirse, y se aleja aún más de cualquier pretensión ideológica para abrazarse a la manu militari con la que le da forma a sus aspiraciones de control total. Lo que digo es esto: el chavismo, a partir de un cierto momento, dejó de tener ideas sobre la seguridad pública. El discurso justificador que románticamente veía en el criminal un espontáneo subversivo contra la sociedad capitalista, una especie de buen salvaje postindustrial, terminó siendo sustituido por un pacto territorial que reconoce en la delincuencia un aliado desagradable pero inevitable. La ministra penitenciaria no es sino una dócil embajadora del gobierno ante las apetencias imperiales del hampa, esa federación de pranes cuya única lógica es la de su propio beneficio, y que, por carecer precisamente de forma política, es incapaz a su vez de controlar a sus propios miembros, que periódicamente rompen el acuerdo con el Estado, ese pacto forjado en las oficinas de los pranes que son los penales venezolanos. Queda al desnudo la vocación profunda del chavismo: desconocer la política (que le obligaría a alianzas con los factores sociales, económicos, políticos) y ceder, pusilánime, ante la fuerza.

Siempre resulta popular la tesis conspirativa que ve la indiferencia oficial como una muestra inequívoca de una estrategia de control político. Por el contrario, es evidente que hay una porción gigantesca de la vida del país que impone su fuerza sobre el resto, sin que el Estado, ni el gobierno, ni los limitados funcionarios que parlotean en el vacío, sean capaces de otra cosa que simular programas y declaraciones. Es un poder insidioso, tentacular, que toca todas las esferas de la vida pública y de la cotidiana.

La solución es preferir la vida (y la supervivencia de lo público) sobre la revolución. Paradójicamente, exige politizar a la sociedad. Implica reconocer un asunto esencial de un régimen democrático: que el Estado no es el instrumento privado de unos tipos, ni de un proyecto específico, sino un acuerdo político acerca de la administración del poder. Las instituciones están ahí, vacías, vaciadas más bien, y basta con una decisión política para hacerlas eficaces.