ENRIQUE KRAUZE
Crónica de Venezuela
10 DE ABRIL 2014 -
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¡Pobres
latinoamericanos! El mundo no se interesa en nosotros y nosotros no nos
interesamos en nuestros “países hermanos”. Hemos mirado siempre hacia fuera,
con admiración a Europa y con recelo a Estados Unidos, pero no hacia dentro,
hacia las experiencias históricas comunes de nuestros países. Por eso, a muchos
amigos míos les pareció extraño que en 2007 comenzara a interesarme en
Venezuela. No tenía nada de extraño. Quería yo ver con mis propios ojos la
experiencia de un país gobernado por un régimen populista.
En diciembre de 2007,
cuando visité Caracas por primera vez, Chávez (que llevaba nueve años en el
poder) acababa de sufrir su primera (y a la postre única) derrota electoral. En
un referéndum, una mayoría de los venezolanos había dicho No al proyecto de
acelerar la convergencia entre Venezuela y Cuba, no solo en términos de
política económica (creación de comunas, centralización política, límites
definitivos a la propiedad privada) sino de una confederación formal entre
ambas naciones. Los principales opositores fueron los estudiantes que, como en
muchos otros momentos de la historia latinoamericana, jugaron un papel crucial
en la defensa de las libertades.
La impresión mayor que
me causó Venezuela fue la de un país seriamente dividido. Me propuse hablar con
representantes de ambas mitades, y (salvo el presidente, que declinó por estar
de gira por “la hermana república de Bielorrusia”) lo logré. Por parte de la
oposición, el agravio reciente era la expropiación ordenada por Chávez de la
cadena de televisión RCTV, la más antigua de Venezuela. Con ese acto, quedaba
ya solo una cadena independiente: Globovisión. La radio era todavía libre y al
menos dos periódicos de oposición circulaban profusamente (El Nacional y Tal
Cuál), pero el predominio de Chávez en los medios era ya abrumador: frecuentes
cadenas nacionales y un popularísimo programa de televisión dominical en el que
él era el único y formidable show man: Aló, Presidente.
Lo que Venezuela vivía
entonces no era solo un clima de polarización sino una guerra ideológica
instigada y practicada principalmente por el gobierno: de un lado los
revolucionarios, los bolivarianos, los socialistas; del otro lado los lacayos
del Imperio, los traidores, los “pitiyanquis”. Me parecía un milagro que
Venezuela –cuya historia de violencia es una de las más atroces del continente–
no se hubiese precipitado a una guerra civil.
La paz pendía de un
pilar: la lealtad del Ejército, principal protagonista de la historia
venezolana. Después del frustrado golpe de Estado de 2002, el Ejército cerró
sus filas con el presidente, que tuvo además el cuidado de jubilar a los mandos
mayores y promover masivamente a los menores. Pero aun dentro del Ejército,
antiguos compañeros de Chávez como el general Raúl Isaías Baduel (que lo había
salvado en los días del golpe) criticaban el poder unipersonal de Chávez.
Cuando visité Caracas, Baduel estaba a punto de ser encarcelado. (Permanece
hasta ahora en prisión).
Aquel ahogo paulatino
y sistemático a la libertad de expresión era solo un capítulo de una asfixia
más amplia: la de la democracia. Chávez (que había llegado al poder por la vía
electoral y seguía ganando elecciones) había ido integrando a su poder personal
(mediante la cooptación, la intimidación o la represión) todas las instituciones
políticas que debían servir de contrapeso: el Poder Legislativo, el Judicial,
el Electoral (el manejo de las elecciones), el Fiscal. Todo ello, aunado al
control directo de Pdvsa, al uso discrecional de los inmensos recursos
petroleros (en años anteriores a la crisis de 2008) y a la nacionalización
creciente de industrias privadas, apuntaba a un Estado que no necesitaba de un
referéndum para evidenciar su simpatía con el modelo cubano al que, en un acto
de insensato anacronismo, quería emular y perfeccionar.
Frente a ese proyecto
se levantaban varios protagonistas colectivos, además de los empresarios
(villanos por antonomasia de la retórica oficial): la Iglesia (menos influyente
en Venezuela que en otros países de la región) los estudiantes (aun los de las
universidades públicas), una mayoría de intelectuales, periodistas, artistas,
líderes sindicales (Chávez coartaba la libertad de huelga) y –señaladamente–
los más respetados líderes históricos de la izquierda, como los legendarios
exguerrilleros Teodoro Petkoff o Américo Martín (que habían participado en la
invasión desde Cuba a Venezuela en los sesenta y que, desencantados por la vía
cubana, habían revalorado la democracia). A todos los unía una convicción
común: oponerse al caudillo y al caudillismo.
La crítica, pues, era
política. El agravio era político. El peligro que se percibía era sobre todo
político. Muy pocos entre mis interlocutores dudaban de la vocación social del
gobierno. Y algunos –yo mismo– la admiraba. Criticaban, eso sí, el modo de
instrumentarla, la aberración de convertir Pdvsa –la eficiente y poderosa
compañía de petróleo venezolano– en una especie de Estado paralelo ocupado de
controlar clientelarmente a los ciudadanos y a manejar a su capricho los
núcleos de la actividad económica. El despilfarro, la desorganización, la
ineficacia y la inmensa corrupción derivada de este arreglo “revolucionario”
eran ya para entonces alarmantes.
Pero las mentes más
moderadas tendían a admitir una verdad evidente: la gente quería mucho a
Chávez, y creía en él porque quizá por primera vez en la historia de sus vidas
(y las vidas de sus ancestros) tenían frente a sí, domingo a domingo, a un
presidente que les hablaba a ellos, que se preocupaba por ellos, que era uno de
ellos.
Visité los mercados populares
y las diversas “misiones” que Chávez acababa de fundar en los barrios pobres
con varios propósitos, entre ellos, de salud, de alfabetización, distribución
de productos baratos. Algunos funcionaban, otros no. La masiva presencia de
personal cubano en los servicios médicos era la contraprestación al envío de
petróleo subsidiado a Cuba. (La de personal de seguridad era menos evidente).
Los ministros de Chávez que entrevisté, sus consejeros cercanos, sus
intelectuales parecían genuinamente convencidos de que en Venezuela se estaba
gestando un renacimiento del socialismo que la caída del Muro de Berlín creía
haber sepultado: el “socialismo del siglo XXI”.
* * *
Para entender mejor
aquel presente y vislumbrar el futuro acudí a los únicos profetas en los que
creo: los historiadores. Conversé largamente con varios expertos en Bolívar y
en el culto religioso a su figura: Germán Carrera Damas, Elías Pino Iturrieta, Manuel
Caballero, Simón Alberto Consalvi, Inés Quintero. Comprendí que libraban una
batalla política crucial, una batalla por la verdad histórica, con un
adversario formidable: el propio presidente Chávez, lector exhaustivo y exégeta
de Bolívar, a quien aplicaba –sin saberlo y de la manera más estricta– la
filosofía histórica y la teoría política de Carlyle (autor, por cierto, muy
leído en estas tierras). Fueron mis colegas los que me dieron la perspectiva
que necesitaba: Chávez no era un accidente de la historia venezolana, era un
producto natural, esperado, de casi dos siglos de una historia trágica que ha
oscilado entre episodios de inaudita violencia (social, racial) y largas
dictaduras unipersonales de una duración y ferocidad casi sin precedente en América
Latina.
Un trasfondo tiránico
ha pesado sobre Venezuela desde sus orígenes. Además de los dictadores del
siglo XIX (algunos ilustrados, otros de oropel), del 1907 a 1935 Venezuela
padeció al “gendarme necesario” (como se le llamó a Juan Vicente Gómez).
Mientras que la vecina Colombia celebró elecciones ininterrumpidas desde 1830
(y nunca tuvo un caudillo visible o un dictador) Venezuela tuvo su primera
elección constitucional hasta 1947. Al poco tiempo ocurrió un golpe de Estado
que llevó al poder a un nuevo dictador), Marcos Pérez Jiménez. Por fin, en
1958, el padre de la democracia venezolana, Rómulo Betancourt, pudo negociar un
famoso pacto entre sus líderes rivales de derecha e izquierda (Rafael Caldera y
Jóvito Villalba) que instauró la democracia. Ese orden duró tres décadas.
Lo más notable del
mensaje que recibí de los historiadores, es el entusiasmo, la autenticidad, la
profundidad con que Venezuela (como para revertir 150 años de dictadura, o para
ganar el tiempo perdido) vivió esa experiencia. Bajo todo aspecto que se la
mire (alternancia, limpieza electoral, división de poderes, autonomía
judicial), Venezuela aprendió a vivir en democracia. Esas libertades, y un
notable y estable crecimiento económico, la volvieron polo de atracción para la
migración de Europa, en particular de España, y un puerto de abrigo para los
perseguidos de las dictaduras latinoamericanas. Pero la moneda tuvo un reverso,
sobre todo a partir de 1973, con el boom de los precios petroleros: la
corrupción y la marcada desatención a los pobres. En 1989, una revuelta popular
contra los súbitos ajustes de precios desembocó en saqueos que el gobierno
reprimió salvajemente: hubo centenares de muertos.
La quiebra (el
suicidio) de ese orden democrático fue el caldo de cultivo para la reaparición
de caudillo, en la persona de un militar iluminado, el comandante Hugo Chávez.
Aunque en 1992 intentó llegar al poder por un golpe de Estado, su
encarcelamiento posterior lo convirtió en mártir y fue la mejor propaganda para
su campaña electoral. Llegó al poder en 1998 por una votación masiva y
legítima. Pero ni siquiera los sabios historiadores previeron el silogismo que
esperaba a su país: Chávez admiraba a Bolívar como a Dios, él mismo se sentía
la reencarnación de Bolívar, luego su endiosamiento era cuestión de tiempo.
Ya en los albores del
siglo XXI, al control progresivo de las riendas del poder y el dominio sin
límites de la riqueza petrolera se aunó un factor que casi nadie previó, menos
aún tras la caída del Muro de Berlín: la influencia política e ideológica de
Fidel Castro. Desde 1959 había puesto el ojo en el petróleo venezolano. Ejercía
un hechizo sobre el hechicero. Chávez lo veía como un padre. La federación Cuba
Venezuela vivía ya en el vínculo entre ambos. Venezuela, con su petróleo, le
dio respiración artificial a Cuba; Cuba, con su experiencia política y
policial, se hizo de los hilos del poder en Venezuela. Chávez buscaba
genuinamente ser el Castro del siglo XXI. La muerte se lo impidió.
* * *
Hoy la división entre
las dos Venezuela que dibujaron los historiadores –la caudillista y la
democrática– ha desembocado en la violencia que yo sentí latente desde hace
años. Era previsible. Chávez era el muro final de contención. Su sucesor,
Nicolás Maduro, no tiene el carisma de Chávez ni sus habilidades políticas ni
su legitimidad… ni su aversión a la violencia. (Chávez no mató). Pero el
“chavismo sin Chávez” tiene una base social fiel, amplia y poderosa. Frente a
ella se erige otra Venezuela, que no busca voltear la espalda a los pobres ni
revertir políticas sociales y tampoco exige la caída del gobierno. Lo que pide
es la honesta restauración de la democracia con todas sus esenciales libertades
y respeto a los derechos humanos.
Ojalá Venezuela, con
su inmensa riqueza petrolera, evite precipitarse en la más terrible crisis
económica de su historia. Y en aterradores escenarios de violencia tan comunes
en su pasado, como un golpe de Estado o una guerra civil. Podría lograrlo si el
gobierno abriera un capítulo inédito de genuino diálogo y conciliación. Pero ni
Maduro ni sus aliados cubanos parecen dispuestos a intentarlo. Y así se da la
triste paradoja de que los venezolanos, que con Bolívar hace dos siglos
liberaron a medio continente, hoy luchan solos por su libertad.