COLETTE CAPRILES
El Nacional, 16 de enero de 2014
Nuestra banalidad del mal
Mi recuerdo ya borroso de La Habana de finales de
los setenta: calles solitarias, afligidas y en penumbra. Es la imagen de la
desaparición de los lugares públicos, espacios convertidos en peligro por la
dictadura. Y su inversión liberada: los destapes de Madrid y Buenos Aires
cuando, recobrada la democracia, las calles volvieron a ser posesión pública y
escenario de la vida. La misma oscuridad se cierne sobre Caracas y todas las
ciudades de este país, pero con un número de lotería. Ya no atribuimos responsabilidades,
sino que asignamos probabilidades. Queda el puro miedo. Y a falta de otra cosa,
la tragedia une.
Quizás es que resulta inconcebible que un
gobierno, que un Estado más bien, se disuelva frente a la muerte. No sé qué
clase de teoría interpretativa se está edificando en las páginas financiadas
por el régimen, pero se me ocurre que puede ser algo así como una tesis
sociológica que distinga entre malandros-víctimas y malandros-diabólicos; todos
resultado de una matriz de injusticia social, pero unos pocos definitivamente
perversos, cuya existencia no invalida la presunta teoría social que los
justifica. El crimen es siempre colectivo, según la lógica de los “condenados
de la tierra” que subyace a la lectura chavista. Es nuestra versión tropical de
la “banalidad del mal” que Arendt descubre en el lenguaje estereotipado de
Eichmann: para nosotros, es la imagen estereotipada del pran, el malandro
elevado a potencia natural, figura del inframundo que renuncia a su propia
humanidad y no puede reconocerla en los demás.
Pero creyendo politizarlo (en el sentido de
intentar convertirlo en un síntoma de una sociedad injusta o desigual que se
proyecta sustituir por otra), el chavismo ha dado un paso crucial en la
despolitización general a la que parece dirigirse, y se aleja aún más de
cualquier pretensión ideológica para abrazarse a la manu militari con la que le
da forma a sus aspiraciones de control total. Lo que digo es esto: el chavismo,
a partir de un cierto momento, dejó de tener ideas sobre la seguridad pública.
El discurso justificador que románticamente veía en el criminal un espontáneo
subversivo contra la sociedad capitalista, una especie de buen salvaje
postindustrial, terminó siendo sustituido por un pacto territorial que reconoce
en la delincuencia un aliado desagradable pero inevitable. La ministra
penitenciaria no es sino una dócil embajadora del gobierno ante las apetencias
imperiales del hampa, esa federación de pranes cuya única lógica es la de su
propio beneficio, y que, por carecer precisamente de forma política, es incapaz
a su vez de controlar a sus propios miembros, que periódicamente rompen el
acuerdo con el Estado, ese pacto forjado en las oficinas de los pranes que son
los penales venezolanos. Queda al desnudo la vocación profunda del chavismo:
desconocer la política (que le obligaría a alianzas con los factores sociales,
económicos, políticos) y ceder, pusilánime, ante la fuerza.
Siempre resulta popular la tesis conspirativa que
ve la indiferencia oficial como una muestra inequívoca de una estrategia de
control político. Por el contrario, es evidente que hay una porción gigantesca
de la vida del país que impone su fuerza sobre el resto, sin que el Estado, ni
el gobierno, ni los limitados funcionarios que parlotean en el vacío, sean
capaces de otra cosa que simular programas y declaraciones. Es un poder
insidioso, tentacular, que toca todas las esferas de la vida pública y de la
cotidiana.
La solución es preferir la vida (y la
supervivencia de lo público) sobre la revolución. Paradójicamente, exige
politizar a la sociedad. Implica reconocer un asunto esencial de un régimen
democrático: que el Estado no es el instrumento privado de unos tipos, ni de un
proyecto específico, sino un acuerdo político acerca de la administración del
poder. Las instituciones están ahí, vacías, vaciadas más bien, y basta con una
decisión política para hacerlas eficaces.