jueves, 15 de agosto de 2013

A propósito de Millonas

A propósito de millonas
Colette Capriles

No hay ninguna inocencia en esa degradación continua del lenguaje y los chistes que provoca sólo cansan. La burla de las formas gramaticales quiere ser provocación política, torciendo el sentido como para mostrar que el poder no conoce límites. En este caso, además de querer exhibir el desprecio por el sentido común, hay una ironía sobre el lenguaje políticamente correcto y el calvinismo trastocado en arma identitaria. La incorrección del lenguaje se vuelve "correcta" como alusión a una presunta igualación de género. Y por ahí se marca territorio y se corrompe aún más la cuestión del lenguaje de género.

Digo "aún más" porque la idea de que la igualdad entre hombres y mujeres se logre a costa de eufemismos y torcimientos lingüísticos sólo puede ser resultado de una perversión muy profunda tanto de la idea de igualdad como la de la naturaleza del lenguaje. En español por otra parte los resultados son aún más grotescos porque en nuestro idioma, la confusión entre el género de las palabras y el género de los referentes de esas palabras revela mejor que otras lenguas lo absurdo del emprendimiento. Al no tener género neutro (género gramatical obviamente), el masculino se usa en castellano como equivalente al neutro. De modo que "niños y niñas", por ejemplo, tendría que ser algo así como "niños (en general), niños (varones) y niñas (hembras)" para poder satisfacer la taxonomía de los obsesivos puritanos que creen que con mencionar a las hembras se les transfiere una "visibilidad" que no tendrían de otro modo. Y por supuesto que el material para chistes se vuelve infinito cuando esta política se encuentra con la ignorancia etimológica: ¿qué hacer con palabras como "poeta" o "pediatra" que terminan en "a" pero son masculinas, porque provienen de lenguas que sí tienen género neutro explícito? Pero lo importante, creo yo, es que cada vez es más masivo el desplazamiento de lo político hacia la esfera de las prácticas simbólicas, como intervenciones deliberadas de las formas cotidianas de representarnos el mundo. El mundo íntimo queda atravesado por líneas de poder que lo transforman en algo ajeno, irreconocible. Lo anticipaba Aldous Huxley en una carta a George Orwell a propósito de la publicación de la novela de este último, 1984, (y agradezco a Roger Michelena, @libreros, la referencia de http://pijamasurf.com/2012/03/vislumbres-del-totalitarismo-y-el-control-de-masas-lacarta-de-huxley-a-orwell-al-publicarse-1984/): "Pienso que en la próxima generación los amos del mundo descubrirán (...) que el anhelo de poder puede satisfacerse tan justa y completamente lo mismo sugiriendo a la gente que ame su servidumbre como flagelándolos y golpeándolos hasta la obediencia".

Parece que toda la vida se nos ha convertido en una cruzada, llena de imperativos y de vigilancias, con un mar repleto de mensajes en botellas que alguien leerá o que nadie verá nunca; pero esta, la resistencia a los totalitarismos lingüísticos, a la irrupción del poder en los fundamentos de lo que nos es más común y compartido, que es nuestro idioma, resulta ser la más importante, la frontera última de la identidad.


Que el poder pretenda construir un dialecto que viola las convenciones degradando la lógica (puesto que eso es lo que es la gramática); que pretenda imponer una neolengua irracional para adelantar su proyecto de una nueva cultura diseñada desde las profundidades de su resentimiento, es, como se dijo desde algún rincón de la abominable alfombra burocrática, inadmisible.

jueves, 1 de agosto de 2013

Orgullo y revolución

Orgullo y revolución
Venezuela, ahogada en su sueño revolucionario, no ha entendido el sentido de la crisis económica

AXEL CAPRILES M. |  EL UNIVERSAL
jueves 1 de agosto de 2013  12:00 AM

De todos los países latinoamericanos, Venezuela y Nicaragua son los que más orgullosos están de su nacionalidad. Según el Latinobarómetro, el 95,10% de los venezolanos estamos muy orgullosos o bastante orgullosos de ser venezolanos. ¿Orgullosos por qué? No lo dice con exactitud. Simplemente orgullosos. Naciones latinoamericanas con mayores aportes a la historia de la cultura como Argentina o México muestran cifras menores de 83,10% y 87% respectivamente. Tal vez sea una valía que, como decía Américo Castro de los españoles, no se funda en el hacer sino en el ser, que no requiere de mayores logros ni de hacer nada, por serlo ya todo la persona. Una especie de altivez esencial "por ser yo quien soy".

El orgullo, como pasión inscrita dentro de la psicología narcisista, lleva a una excesiva estima de sí y crea una imagen grandiosa del yo. Tal vez esa pasión haya estado excesivamente presente en nuestra cultura y haya sido eso lo que impulsó al autor de Peonía, Manuel Vicente Romero García, a decir, en tiempos de Cipriano Castro, que "Venezuela es un país de nulidades engreídas y reputaciones consagradas". La revolución bolivariana, hoy, está haciendo todo lo posible para convalidar la cínica sentencia de Romero García.

En principio, no nos debería afectar el hecho de que alguien tenga ínfulas de grandeza, sea desmesuradamente vanidoso o sufra de engreimiento o endiosamiento. Con tal de vernos a nosotros mismos en su justa dimensión podríamos poner en perspectiva el narcisismo del otro. El problema es que la imagen de grandiosidad trastoca falazmente la realidad y produce serios problemas de adaptación. Es lo que está sucediendo en Venezuela que, ahogada en su sueño revolucionario de grandeza, no ha entendido el sentido de la crisis económica, institucional y social del mundo actual. En momentos urgidos de una total recomposición de las relaciones entre el Estado y la sociedad, las fuerzas estatistas regresivas de la revolución se regodean en sí mismas como virus que celebra la enfermedad.


@axelcapriles 

Pensadores sin crédito

Pensadores sin crédito – Antonio López Ortega

Un amigo colaborador de diarios españoles me dice: “Es difícil conseguir opiniones equilibradas en Venezuela.” Me hace el comentario en medio de un dossier que sobre Venezuela quiere hacer una revista cultural. A los que pueden tener posiciones críticas, los llaman sesgados, y nada se publica sin que haya una contraparte o una opinión contraria. En eso, Venezuela ha entrado a una nueva categorización: nada de lo que escribe u opina, incluso viniendo de una gran pluma, merece crédito si no se consigue la opinión contraria o alterna.

Lo que ha sido virtud del periodismo moderno –los equilibrios informativos– se quiere imponer ahora sobre la opinión o la crítica. Algún mérito habrán obtenido los aparatos oficiales para lograr estos reflejos condicionados, incluso de los grandes medios del planeta: no se le puede solicitar un artículo a Elías Pino Iturrieta sin hacer lo mismo con, pongamos, Eleazar Díaz Rangel.En síntesis, lo de Pino no vale por lo que vale, sino por el contraste que los editores quieren asegurar. Antes, los periódicos o revistas eran tribunas de pensamiento: Le Figaro, por ejemplo, era terraza del conservadurismo, mientras Le Monde plaza del liberalismo. Plural y luego Vuelta, en el paisaje cultural mexicano, postulaban posturas políticas muy distintas a las de venerables publicaciones de izquierda. Publicar en una editorial, incluso, podía ser un retrato en familia: formar parte del catálogo de Siglo XXI era algo muy distinto que estar en el de Joaquín Mortiz. Para volver a la península de donde hemos partido, una tabla de diarios españoles del siglo XIX venía con apellidos casi risueños: Diario de Barcelona era afrancesado, El Espectador liberal, El Español moderado, Eco del Comercio progresista, La Esperanza carlista, El Tribuno demócrata y La Democracia republicano.


Armar un dossier sobre Venezuela se ha convertido en una operación quirúrgica: los editores usan bisturíes, pinzas, guantes y, algunos, hasta tapabocas. Es indudable que actúan como si un ser superior, omnipresente, los vigilara. Algo de censura, o de autocensura, ronda por sus actos. Temen que un embajador se enfade y mande una carta, que un círculo bolivariano se aposte en su sede, que un representante oficial los tilde de sectarios. En el fondo, asistimos a la muerte de la opinión, del librepensamiento, de la crítica. La crítica, sí, ese reflejo que las democracias modernas tienen para saber cuándo se vuelven deformes. La muerte de la crítica es lo que ha perseguido un régimen que ha acallado a todos los medios independientes, cuando no multado o comprado: fórmulas “formales” para llegar al fin que no ocultan en sus numerosas declaraciones: “la hegemonía comunicacional”. ¿No tienen los medios internacionales en ese concepto razón suficiente para hablar de verdaderos desequilibrios? Quizás la vista no tendrían que ponerla en las pocas páginas que con tanto velo examinan sino en la política de silenciamiento que nos convierte en un país de mudos.



Quienes hasta hace poco creían que los medios internacionales serían un respiradero, pueden sentirse hoy más solos y extrañados. Los oídos de afuera, si acaso nos oyen, lo hacen con desconfianza: no pasamos de ser unos obsesos, unos lunáticos, unos gritones. Anna Ajmátova también obtuvo silencio de sus pares franceses cuando en sus misivas de l’entre guerre comenzaba a dudar del “hombre nuevo”. En definitiva, no nos tenemos sino a nosotros mismos: con nuestros pesares, con nuestras flaquezas, con la roca que empujamos hacia la cúspide para que, como Sísifos redivivos, se nos venga encima. Y a los intelectuales o escritores, cuyo único oficio es pensar y escribir, decirles que los rechazos de hoy, cuando nos tildan de unidimensionales, serán las verdades de mañana.