jueves, 1 de agosto de 2013

Pensadores sin crédito

Pensadores sin crédito – Antonio López Ortega

Un amigo colaborador de diarios españoles me dice: “Es difícil conseguir opiniones equilibradas en Venezuela.” Me hace el comentario en medio de un dossier que sobre Venezuela quiere hacer una revista cultural. A los que pueden tener posiciones críticas, los llaman sesgados, y nada se publica sin que haya una contraparte o una opinión contraria. En eso, Venezuela ha entrado a una nueva categorización: nada de lo que escribe u opina, incluso viniendo de una gran pluma, merece crédito si no se consigue la opinión contraria o alterna.

Lo que ha sido virtud del periodismo moderno –los equilibrios informativos– se quiere imponer ahora sobre la opinión o la crítica. Algún mérito habrán obtenido los aparatos oficiales para lograr estos reflejos condicionados, incluso de los grandes medios del planeta: no se le puede solicitar un artículo a Elías Pino Iturrieta sin hacer lo mismo con, pongamos, Eleazar Díaz Rangel.En síntesis, lo de Pino no vale por lo que vale, sino por el contraste que los editores quieren asegurar. Antes, los periódicos o revistas eran tribunas de pensamiento: Le Figaro, por ejemplo, era terraza del conservadurismo, mientras Le Monde plaza del liberalismo. Plural y luego Vuelta, en el paisaje cultural mexicano, postulaban posturas políticas muy distintas a las de venerables publicaciones de izquierda. Publicar en una editorial, incluso, podía ser un retrato en familia: formar parte del catálogo de Siglo XXI era algo muy distinto que estar en el de Joaquín Mortiz. Para volver a la península de donde hemos partido, una tabla de diarios españoles del siglo XIX venía con apellidos casi risueños: Diario de Barcelona era afrancesado, El Espectador liberal, El Español moderado, Eco del Comercio progresista, La Esperanza carlista, El Tribuno demócrata y La Democracia republicano.


Armar un dossier sobre Venezuela se ha convertido en una operación quirúrgica: los editores usan bisturíes, pinzas, guantes y, algunos, hasta tapabocas. Es indudable que actúan como si un ser superior, omnipresente, los vigilara. Algo de censura, o de autocensura, ronda por sus actos. Temen que un embajador se enfade y mande una carta, que un círculo bolivariano se aposte en su sede, que un representante oficial los tilde de sectarios. En el fondo, asistimos a la muerte de la opinión, del librepensamiento, de la crítica. La crítica, sí, ese reflejo que las democracias modernas tienen para saber cuándo se vuelven deformes. La muerte de la crítica es lo que ha perseguido un régimen que ha acallado a todos los medios independientes, cuando no multado o comprado: fórmulas “formales” para llegar al fin que no ocultan en sus numerosas declaraciones: “la hegemonía comunicacional”. ¿No tienen los medios internacionales en ese concepto razón suficiente para hablar de verdaderos desequilibrios? Quizás la vista no tendrían que ponerla en las pocas páginas que con tanto velo examinan sino en la política de silenciamiento que nos convierte en un país de mudos.



Quienes hasta hace poco creían que los medios internacionales serían un respiradero, pueden sentirse hoy más solos y extrañados. Los oídos de afuera, si acaso nos oyen, lo hacen con desconfianza: no pasamos de ser unos obsesos, unos lunáticos, unos gritones. Anna Ajmátova también obtuvo silencio de sus pares franceses cuando en sus misivas de l’entre guerre comenzaba a dudar del “hombre nuevo”. En definitiva, no nos tenemos sino a nosotros mismos: con nuestros pesares, con nuestras flaquezas, con la roca que empujamos hacia la cúspide para que, como Sísifos redivivos, se nos venga encima. Y a los intelectuales o escritores, cuyo único oficio es pensar y escribir, decirles que los rechazos de hoy, cuando nos tildan de unidimensionales, serán las verdades de mañana.  

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