Pensadores
sin crédito – Antonio López Ortega
Un amigo colaborador
de diarios españoles me dice: “Es difícil conseguir opiniones equilibradas en
Venezuela.” Me hace el comentario en medio de un dossier que sobre Venezuela
quiere hacer una revista cultural. A los que pueden tener posiciones críticas,
los llaman sesgados, y nada se publica sin que haya una contraparte o una
opinión contraria. En eso, Venezuela ha entrado a una nueva categorización:
nada de lo que escribe u opina, incluso viniendo de una gran pluma, merece
crédito si no se consigue la opinión contraria o alterna.
Lo que ha sido
virtud del periodismo moderno –los equilibrios informativos– se quiere imponer
ahora sobre la opinión o la crítica. Algún mérito habrán obtenido los aparatos
oficiales para lograr estos reflejos condicionados, incluso de los grandes
medios del planeta: no se le puede solicitar un artículo a Elías Pino Iturrieta
sin hacer lo mismo con, pongamos, Eleazar Díaz Rangel.En síntesis, lo de Pino
no vale por lo que vale, sino por el contraste que los editores quieren asegurar.
Antes, los periódicos o revistas eran tribunas de pensamiento: Le Figaro, por
ejemplo, era terraza del conservadurismo, mientras Le Monde plaza del
liberalismo. Plural y luego Vuelta, en el paisaje cultural mexicano, postulaban
posturas políticas muy distintas a las de venerables publicaciones de
izquierda. Publicar en una editorial, incluso, podía ser un retrato en familia:
formar parte del catálogo de Siglo XXI era algo muy distinto que estar en el de
Joaquín Mortiz. Para volver a la península de donde hemos partido, una tabla de
diarios españoles del siglo XIX venía con apellidos casi risueños: Diario de
Barcelona era afrancesado, El Espectador liberal, El Español moderado, Eco del
Comercio progresista, La Esperanza carlista, El Tribuno demócrata y La Democracia
republicano.
Armar un dossier
sobre Venezuela se ha convertido en una operación quirúrgica: los editores usan
bisturíes, pinzas, guantes y, algunos, hasta tapabocas. Es indudable que actúan
como si un ser superior, omnipresente, los vigilara. Algo de censura, o de
autocensura, ronda por sus actos. Temen que un embajador se enfade y mande una
carta, que un círculo bolivariano se aposte en su sede, que un representante
oficial los tilde de sectarios. En el fondo, asistimos a la muerte de la opinión,
del librepensamiento, de la crítica. La crítica, sí, ese reflejo que las
democracias modernas tienen para saber cuándo se vuelven deformes. La muerte de
la crítica es lo que ha perseguido un régimen que ha acallado a todos los
medios independientes, cuando no multado o comprado: fórmulas “formales” para
llegar al fin que no ocultan en sus numerosas declaraciones: “la hegemonía
comunicacional”. ¿No tienen los medios internacionales en ese concepto razón
suficiente para hablar de verdaderos desequilibrios? Quizás la vista no
tendrían que ponerla en las pocas páginas que con tanto velo examinan sino en
la política de silenciamiento que nos convierte en un país de mudos.
Quienes hasta hace
poco creían que los medios internacionales serían un respiradero, pueden
sentirse hoy más solos y extrañados. Los oídos de afuera, si acaso nos oyen, lo
hacen con desconfianza: no pasamos de ser unos obsesos, unos lunáticos, unos
gritones. Anna Ajmátova también obtuvo silencio de sus pares franceses cuando
en sus misivas de l’entre guerre comenzaba a dudar del “hombre nuevo”. En
definitiva, no nos tenemos sino a nosotros mismos: con nuestros pesares, con
nuestras flaquezas, con la roca que empujamos hacia la cúspide para que, como
Sísifos redivivos, se nos venga encima. Y a los intelectuales o escritores,
cuyo único oficio es pensar y escribir, decirles que los rechazos de hoy,
cuando nos tildan de unidimensionales, serán las verdades de mañana.
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